miércoles, 23 de marzo de 2011

7.- Combates

Arena de Tanaris, año 9 d.a.P.O.

Cuando Roland entró al foso, los gladiadores se alejaron unos de otros y abandonaron el entrenamiento. Cuatro hombres armados de la guardia personal de Garbel Senatio arrastraban a Samwell de los brazos, ensangrentado y casi inconsciente, detrás del capataz. En último lugar, el Señor de la Arena caminaba con su lacayo tras de sí.

Cybill apretó los dientes y Tom frunció el ceño.

- ¿Os creéis muy listos, eh? – escupió Roland, deteniéndose delante del grupo de campeones – ¿Quién está detrás de esto?

Los gladiadores se miraron, en silencio. Sólo Halazzi mantenía la vista al frente, fija no en el capataz, sino en el hombre que había tras él, vestido de sedas finas. Los guardias soltaron a Samwell sobre el suelo. El hombre de las trenzas exhaló un gemido dolorido y trató de incorporarse sin éxito. La sangre manaba de su rostro, tenía los ojos hinchados, la boca teñida de rojo y el semblante irreconocible a causa de los golpes. Como si aquello le asqueara, Roland alzó la fusta y le golpeó con tanta fuerza en las costillas que el joven volvió a derrumbarse sobre las losas.

- Ya basta – exclamó Tom, dando un paso adelante. Sus ojos resplandecían con furia - ¿Qué es lo que pasa? ¿De qué hablas?

- Ah, de modo que no lo sabéis – insistió Roland, con tono insidioso y burlón.

- No, no lo sabemos – intervino el Aniquilador, con una voz muy suave.

El capataz iba a decir algo más, pero Garbel Senatio se abrió paso con aire de gran señor y le hizo un gesto para que se callara. Luego observó a los cinco gladiadores, uno a uno.

- Vuestro amigo ha intentado escapar hoy – explicó, con mucha tranquilidad – Cuando estaba tomando el baño. Ha golpeado a los vigilantes, le ha roto el cuello a uno de mis hombres.

- Maldita sea – masculló Tom, cada vez más tenso. Cybill le puso la mano en el brazo, intentando calmarle.

Garbel Senatio asintió, mirándole con comprensión.

- Si. Es exactamente lo que yo he dicho, “maldita sea”. Es tan absurdo… mirad en qué estado está ahora. ¿Y todo por qué? – meneó la cabeza, mirándoles con perplejidad - ¿Le veis algún sentido? Tenéis éxito, fama, una buena vida dentro de lo que cabe. No estáis picando piedra en las minas, formáis parte de algo más grande que todo eso.

- ¡¡Somos esclavos, demonios!! – gritó Tom, sin poder contenerse - ¡¡No intentes maquillarlo como si estuviéramos en el puto paraíso!!

- ¡Tom!
La advertencia de Cybill llegó tarde. El corpulento gladiador se había abalanzado hacia adelante al hablar, e interpretándolo como una amenaza, Roland había descargado la fusta sobre su rostro. Esto sólo consiguió poner más nervioso a Tom, aunque las manos de Cybill y Daven le contuvieron en el sitio a duras penas. Ulf permanecía un par de pasos atrás, muy tenso, como un animal a punto de saltar. Halazzi parecía ajeno a todo, sólo miraba a Samwell y al Señor de la Arena alternativamente, sin mover un músculo.

- No me gusta que me interrumpan – dijo Garbel, frunciendo el ceño como un niño contrariado – Es de muy mala educación. Ponedle en pie.

Los guardias levantaron a Samwell y le encararon con sus compañeros. Él trató de enfocar la mirada en ellos, pero no parecía posible. Uno de sus ojos estaba cubierto por completo por una pátina rosada y sanguinolenta, el otro, casi completamente cerrado a causa de la hinchazón y amoratado.

- Alguien tendrá que encargarse de esto.

Tom abrió mucho los ojos y los fijó en Garbel Senatio.

- Ni lo sueñes – espetó en un susurro.

- La intrepidez de Samwell ha crecido mucho en los últimos tiempos – añadió Roland, dirigiendo la mirada hacia Halazzi – Era un deshecho antes de que tú le convencieras de lo contrario, ¿no es verdad?

Bheril permaneció en silencio. No estaba mirando al capataz. Sin embargo, Cybill intervino en esta ocasión, encarándose con el hombre del bigote.

- ¿De qué va esto? ¿Quieres culparnos? Samwell intentó escapar por su cuenta y riesgo, déjanos en paz. Nadie le ha convencido de nada.
- Ningún esclavo necesita muchos argumentos para ansiar su libertad – bramó de nuevo Tom.

Pero nadie les prestaba atención. Garbel Senatio hizo un gesto con la mano y los soldados soltaron a Samwell de nuevo. Esta vez, consiguió mantenerse en pie. A continuación, el señor de la Arena desenvainó la espada de uno de sus hombres y se la tendió al elfo, ofreciéndole la empuñadura.

Hubo un instante de confusión. Cybill protestó, Tom gritó algo y el resto de la escolta de Garbel desenfundó los aceros, dispuestos a mantener el orden. El resto de gladiadores que ocupaban el foso, algunos propiedad de Senatio y otros pertenecientes a Señores rivales habían detenido sus actividades y estaban observando la escena. Al interrumpir los entrenamientos, las cadenas que les mantenían unidos a los muros habían dejado de tintinear.

- ¡No puedes hacer eso! – exclamó la Cobra Negra, volcando su odio hacia el capataz.
- ¡Bheril, no lo hagas! – gritó a su vez Tom, intentando detener a su compañero.

Halazzi frunció un poco el ceño, pero cogió el arma y la sopesó en las manos. Luego rozó el suelo con ella tres veces, dando suaves golpecitos con la punta.
- ¡Bheril, no! ¡Despierta, maldita sea! – Tom se debatió furiosamente - ¡Qué demonios te ocurre! ¡Tu no eres así! ¡Nosotros no somos así, somos soldados!

Samwell alzó la cabeza y miró al elfo. En su expresión solo había abandono. Exhaló un resuello gorgoteante, oscilando mientras se mantenía tercamente en pie y unió las manos para inclinarse con respeto todo lo que fue capaz. Halazzi hizo otro tanto.

- ¿Estás listo? – preguntó entonces, y fueron las primeras palabras que se escucharon de su boca.

Samwell asintió.

El acero silbó en el aire y se hundió en el corazón del gladiador.

No hubo más sonido que su último aliento. Nadie gritó, ni sollozó. Sólo el suspiro de Samwell y el borboteo de la sangre al caer sobre las losas. Garbel Senatio esbozó una sonrisa cuando el cuerpo de Samwell cayó al suelo sin vida, pero se le borró de la cara cuando, después de que hubieran arrebatado de nuevo el arma al elfo, éste fijó los ojos azules, gélidos en él.

- Algún día te mataré – dijo Halazzi, con voz serena y expresión calmada.

Garbel Senatio tragó saliva. Aquellas palabras sólo habían puesto voz a la expresión de su mirada.

- ¿Es una amenaza? – preguntó aun así, manteniendo la compostura.

Halazzi negó con la cabeza.

- Es tu futuro.

Los soldados arrastraron el cuerpo de Samwell fuera del foso, dejando una huella roja y húmeda sobre las losas de piedra.


 

Isla de Quel’danas, año 67 a.a.P.O.

- Es tu futuro.
- ¿El qué?

Iranion señaló el sable, y Bheril asintió y sonrió, haciendo girar la espada. Acababan de terminar el entrenamiento en la playa y se sentía renovado y con buen ánimo. Iranion estaba ajustándose los guantes y recolocándose el cabello, aunque no se había despeinado lo más mínimo.

- Si, lo es. Una espada en la mano y un uniforme. Siempre lo he tenido claro.
- Tienes suerte. Tú puedes elegir.

El joven Hojazul se encogió de hombros, limpiando la hoja impoluta antes de envainar y sentándose sobre sus talones frente al mar, dispuesto a utilizar los últimos minutos que restaban hasta que sonara la campana para meditar.

- Todo el mundo puede elegir.

Acababa de comenzar el segundo año en la Isla de Quel’danas. Apenas había tenido un mes de permiso desde que finalizase el curso anterior, y estar de vuelta en las playas plateadas, en los barracones comunes donde ondeaban los estandartes, en los amplios pasillos y bajo la rutina disciplinada de los Hojalba no le resultaba ninguna tragedia. Quizá le hubiera gustado tener más tiempo para compartir con su familia en Bruma Dorada, pero también había echado de menos algunas cosas en aquel mes.

A Iranion Lamarth’dan, por ejemplo.

Con el tiempo, habían terminado convirtiéndose en inseparables. Él le había perdonado las Cosas que Tanto le Molestaban, y en opinión de Bheril, habían dejado de molestarle definitivamente. De hecho, seguían sucediendo con frecuencia y no siempre era culpa del joven Hojazul. También sucedían ahora otras cosas, diferentes y difíciles de explicar, sobre las que no había más conversación que cerciorarse de que ambos estaban bien al final. Y más allá de eso, las horas, los minutos y los días en su compañía transcurrían de una manera natural y agradable, entre conversaciones y silencios. Hablando en susurros cuando caía la noche, o sentados sin decir una palabra frente al mar, compartiendo el entrenamiento, las esperanzas y las ilusiones, los secretos y las fantasías, las penas y la amargura. De esto último, Bheril no es que tuviera demasiado.

- Bheril

El joven abrió los ojos, poniéndose en pie al escuchar a su camarada. Había percibido el tono de advertencia de su voz, y también estaba escuchando los pasos sobre la arena. Al levantarse y darse la vuelta, vio al grupo de muchachos uniformados que se acercaban.

- Vaya – murmuró – Ya estaba tardando en aparecer.

Iranion asintió, componiendo su mejor imagen de desdén regio y altivo. Bheril, por el contrario, solo colocó las manos en el cinturón y aguardó a que los cadetes les dieran alcance.

Sabía lo que iba a ocurrir en cuanto les vio colocarse en círculo alrededor de ellos. Sirion Laranthel dio un paso al frente y agitó sus cabellos rojos, con la perpetua cara de asco que le caracterizaba.

- Hola, idiotas.

Iranion suspiró. Bheril sonrió.

- Qué poca originalidad, Sirion – dijo, con la sonrisa bailándole en los labios – Esperaba una presentación más apoteósica.

- Cállate, idiota – replicó el joven Laranthel.
Bheril no era un joven pendenciero, pero Sirion Laranthel había sido un verdadero engorro durante todo el año anterior, y éste lo había empezado dispuesto a poner a prueba su paciencia. El corpulento joven era hijo de un noble que sentía cierta animadversión por su padre, Beleth Hojazul. Y no era el único. Bheril era consciente de que su familia no gozaba de las simpatías de un amplio sector de la alta nobleza, pero eso era algo que le resultaba absolutamente indiferente. Sirion, al parecer, había heredado de su padre esa fobia a su familia, seguramente alimentada por él. Que Bheril le derrotase en todos los combates no contribuía a que su trato fuera cordial y fluido, pese a que el joven Hojazul no sentía una especial animadversión hacia el pelirrojo. Solo le consideraba un poco necio, y poco original para las provocaciones y los insultos, tal y como estaba demostrando en ese momento.

- ¿Qué queréis? – preguntó Bheril. Era una mera formalidad. Sabía exactamente lo que querían. “Darnos un palizón”, pensó.

- Parece que tú y tu amigo el Lamarth’dan no tenéis lo suficientemente claras algunas cosas.

Iranion se había tensado y sus ojos rojos ya empezaban a brillar con la rabia contenida que le caracterizaba. Bheril chasqueó la lengua y suspiró. Sirion había movilizado a unos cuantos chavales para ponerles en su contra, era obvio, pues entre los rostros que le acompañaban, con muchos recordaba haber tenido conversaciones agradables. Iranion estaba crispado y les miraba a todos como enemigos, pero Bheril tenía más experiencia en estos asuntos y dio un paso al frente, soltándose el cinturón con la espada y empezando a desabrocharse la chaqueta del uniforme.

- Resolvamos esto como caballeros. Tú y yo, Laranthel. No hay necesidad de que acabemos todos revolcándonos por la arena como si fuéramos pueblerinos o barriobajeros, ¿no es verdad?

El joven pelirrojo pestañeó y pareció vacilar un momento. No esperaba que fueran ellos quienes tomaran la iniciativa, y menos de aquella manera. Ahora estaba atrapado y sólo podía aceptar el reto de Bheril, después de esas palabras no había más opción. Laranthel asintió y se despojó de la guerrera.

Entre las exclamaciones de ánimo de los demás y las palmadas en la espalda, Sirion y Bheril se colocaron en el centro del improvisado ruedo que habían formado sus compañeros. Iranion se retiró a un lado, mirándoles a todos con superioridad. Los dos rivales, con el torso al aire y las manos desnudas, se colocaron frente a frente.

- ¿Estás listo? – preguntó Bheril.

Laranthel asintió. Bheril saludó y comenzó el combate. Tan pronto como lo hizo, terminó. En diez segundos, Sirion arrojó tres puñetazos a Bheril, quien, tras esquivarlos con fluida rapidez, atrapó al muchacho más grande en una llave aprovechando la propia fuerza de su inercia y le hizo caer al suelo de rodillas, con los brazos retorcidos hacia atrás y el codo de Bheril en la nuca.

- Ya está. Has perdido. ¿De acuerdo?

Laranthel gruñó, y Bheril, algo enfadado ya, presionó más con el codo.

- ¿De acuerdo? ¡Date por vencido, demonios!

- No.

Se escucharon murmullos entre los jóvenes congregados. Luego empezaron a alzarse las voces.

- Te ha ganado, Sirion. Acéptalo.
- Sí, ya está terminado.
- ¡No tenemos por qué estar siempre igual! – insistió Bheril - ¡Esto acaba aquí! ¿De acuerdo?

- ¡Vale! ¡Vale! – aceptó Sirion, humillado pero impotente.

El resto de los chicos asintieron. Bheril soltó a Laranthel, que se incorporó y recogió su chaqueta, marchándose a grandes zancadas, hecho una furia. Los congregados le imitaron con mas calma, y algunos saludaron a Bheril e Iranion con reconocimiento. El joven Hojazul, un punto irritado, recogió su guerrera y se la puso de cualquier forma, volviendo a sentarse sobre los talones para meditar.

La arena susurró a su lado cuando Iranion le imitó. Bheril le miró de reojo. Fue incapaz de descifrar la expresión de su mirada carmesí. Lo único que Iranion dijo fue:

- Abróchate el uniforme.



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