miércoles, 22 de diciembre de 2010

4.- Instrucción



Arena de Tanaris, año 8 d.a.P.O.

 
Los toldos extendidos salvaguardaban al público del sol hiriente del desierto. Aferrados a las rejas de metal, se apretaban contra la gran jaula de la Arena, alzando sus voces en un griterío ensordecedor y lanzando vítores, animando a los combatientes. Goblin, trols, humanos y enanos, apiñados como aves rapaces contra la enorme cúpula de acero retorcido, disfrutaban del espectáculo que habían pagado, con el gesto ávido y miradas vibrantes de excitación. La Arena de Gatgetzan era una jaula circular, de cuya bóveda pendían cadenas y garfios y con un suelo de tierra seca y manchada de sangre. En una esquina, un goblin con un megáfono retransmitía lo que sucedía en el campo de batalla, con una emoción exagerada.

- ¡Y ahí va de nuevo Rompecráneos, eso ha sido sin duda un buen golpe!

Los asistentes lanzaron un fuerte abucheo dedicado al gladiador, que salió despedido hacia las rejas y se estrelló de espaldas, cayendo después de bruces contra el suelo. Era un humano con trenzas en el cabello rubio, que ahora vomitaba sangre mientras el enorme trol primitivo avanzaba a grandes pasos hacia él. Era una mole con colmillos enormes y de aspecto achatado pero contundente, de ocho pies de alto y con manos como cepos. Agarró de la pierna al humano de las trenzas y le arrastró.

- ¡Ahí lo tenemos! ¡Parece que este combate ya está decidido! ¿No es así, amigos?

El griterío se intensificó, hirviente y ansioso. El gladiador hundía los dedos en la tierra, tratando desesperadamente de escapar, mientras la bestia tiraba de él. Ya había dos moribundos colgando de los garfios de la cúpula, cuerpos que se desangraban lentamente y observaban a la concurrencia con ojos vacíos. El Rompecráneos era la fiera del momento. Su salvajismo sin límites gustaba a los espectadores.

Los Señores de la Arena observaban con indiferencia el transcurso de aquella pelea. A Garbel Senatio no le resultaba especialmente agradable la escena sangrienta que tenía lugar, pero tampoco le afectaba demasiado. Lo único que le parecía patético y humillante era que su luchador no fuera capaz de oponer más resistencia; eso le estaba haciendo quedar bastante mal ante el resto de los Señores. Por eso, cuando Roland se acercó a susurrarle, sonrió con un destello en la mirada y asintió, haciendo un gesto al Señor Organizador. Consultaron durante unos segundos, y finalmente se volvió hacia Roland.

- Sí, que salga ahora.

El hombre de las trenzas había logrado zafarse de la presa del monstruo. Trepaba por la jaula de metal, intentando vanamente huir o encontrar su arma. El público le pateaba las manos y movía la espada brillante y metálica aquí y allá, golpeándola con bastones a través de las rejas. Sus risas eran crueles, sus miradas enfermizas estaban deseosas de más sangre y más violencia. El gladiador les escupió cuando alguien le cortó los dedos con algo afilado y cayó de espaldas sobre la arena de nuevo.

Y de nuevo se alzaron los aullidos de excitación y júbilo cuando la mano de dedos aberrantes se cerró en el cuello del luchador. El trol le levantó en vilo y se dirigió a uno de los ganchos que quedaban libres.

- ¡Muerte!¡Muerte! – coreaba el público, centenares de rostros, apiñados, sudorosos, con sádicas sonrisas, excitados y hambrientos como demonios.

Una de las puertas enrejadas se abrió con un chirrido, y una figura alta emergió desde la oscuridad del foso. La bestia volvió sus ojos amarillos hacia la nueva presa. El gladiador condenado trató de enfocar la vista, y el goblin volvió a hablar.

- ¡Vaya vaya! ¡Esto se pone cada vez más interesante! ¡Parece que tenemos un nuevo participante en la contienda!

El elfo tenía el torso desnudo y unos simples pantalones de cuero. No había armadura que le protegiera, ni escudo tras el que pudiera defenderse. Llevaba una espada larga en una mano, de hoja curva; en la otra, una garra de metal. Un asistente estaba ajustándole la correa de esta última a la muñeca. El cabello dorado sucio le enmarcaba el rostro como la melena ondulada de un león, y sus ojos azules recorrieron el entorno con gesto frío y contenido, una sola vez. Después, la puerta se cerró a su espalda. Golpeó el suelo un par de veces con la espada y se arrojó contra el monstruo.

Garbel Senatio sonrió. La audiencia aumentó el griterío, y Rompecráneos gruñó, utilizando la mano libre para descargar un puñetazo sobre el recién llegado. El elfo esquivó el puño a la carrera, se ladeó y ejecutó un corte rotundo en la articulación de la criatura, con una única exclamación seca y marcial. Como una tijera, el filo cayó sobre los tendones del codo y luego se elevó, desprendiéndose de la carne. Rompecráneos bramó, sus ojos ictéricos se inflamaron y soltó al gladiador vencido, que se desplomó sobre el suelo con un jadeo.

El público enloqueció, ante la satisfacción de los señores de la Arena.

- ¡Es Halazzi! – chilló el goblin, imponiendo su voz sobre el escándalo de la audiencia - ¡El lince de los bosques élficos, aquí le tenemos, al fin, y cara a cara con el terrible Rompecráneos, ni mas ni menos!

El trol se abalanzó sobre el elfo, con un brazo chorreando sangre negra. Halazzi aguardaba antes de retomar su carrera y volver a esquivarle. Saltaba hacia las paredes de rejilla, se colgaba de ellas con la garra y trepaba como un felino, seguido por las manos y los ojos de los espectadores. Rompecráneos intentaba alcanzarle, mas fuerte pero más torpe, sin conseguirlo. En un momento dado, su puño se dirigió hacia el cuerpo del elfo que aguardaba apuntalado en la pared de la jaula, sosteniéndose en los talones y con las garras de metal, como una araña. Al ver su movimiento, saltó hacia los garfios y se agazapó sobre uno de ellos, en un equilibrio insospechado. La mano de la criatura se estrelló en la verja y acto seguido, se lanzó hacia él, furioso y descontrolado como una tempestad.

El vocerío coreaba el nombre de Halazzi, también el de Rompecráneos. El trol extendió los dedos y volvió a rugir, haciendo vibrar el metal con la potencia del sonido. Halazzi saltó a su brazo, se sujetó a uno de los colmillos mientras la bestia cerraba la mano en el gancho y gritaba, esta vez de dolor. En dos movimientos, el elfo hundió las garras de acero en la carne blanda del rostro de su enemigo, y después, la espada en su ojo hasta la guarda. Con los dos brazos inutilizados, Rompecráneos escupió su último estertor, un aullido profundo y rabioso. Se agitó, tembló y se desplomó, con la izquierda aún incrustada en el garfio libre y el brazo derecho desangrándose por la herida que le había seccionado venas y tendones.

Los espectadores prorrumpieron en un grito unánime. El goblin se desgañitaba por el megáfono, mientras Garbel Senatio sonreía y recibía las miradas y palabras de admiración de los demás señores de la arena.

- ¡Increíble!¡Inesperado!¡Inconcebible lo que acabamos de ver, amigos!¡El fin de Rompecráneos, aquí termina su reinado!¡El rey ha muerto! ¡Saludemos al nuevo héroe de la Arena! ¡Salve Haaaaaaaalazzi!

Abajo, sobre la tierra, el elfo recuperaba el resuello, manchado de sangre oscura y tratando de limpiar la espada en la piel del trol casi con desespero. El gladiador herido había conseguido incorporarse. Quería acercarse a darle las gracias, pero los asistentes de los Señores de la Arena y los hombres de armas le arrastraron al interior del foso.

Entretanto, en el escenario, el lince de los bosques élficos dirigió una mirada gélida y distante al público. La concurrencia esperaba que saludara, que alzara la espada en señal de victoria, pero nada de eso ocurrió. Halazzi volvió frente a la puerta de metal y esperó a que se abriera para él. Garbel Senatio frunció ligeramente el ceño, observando la reacción del público, pero aquella rudeza y falta de interés hacia ellos parecía volverle aún más loco. Gritaban su nombre, el nombre de su gladiador. Había triunfado. Curvó los labios carnosos y estrechó la mano de Roland.

Abajo, en los fríos pasillos del foso, los gladiadores volvieron a ser encerrados en sus jaulas. Samwell fue someramente revisado por un médico, empujado a su prisión y todos los asistentes, entrenadores y enfermeros abandonaron los oscuros pasillos de piedra. Samwell se dejó caer en el rincón de su celda, aún temblando. Era consciente de lo cerca que había estado de la muerte, y el dolor le mordía cada nervio, cada músculo y cada hueso. Aun así, antaño había sido un hombre que algo conocía el honor, lo suficiente como para entender la gratitud.

- Gracias – murmuró, volviendo apenas el rostro hacia la jaula contigua – viviré un día más.

La respuesta llegó al cabo de unos segundos, en una voz lenta y grave, musical.

- No hay de qué.

Halazzi estaba sentado, mirándose las manos con los ojos vacíos y el semblante inexpresivo. Aún estaba manchado de sangre ajena, le habían quitado la garra y ahora sólo era un elfo desarmado, encerrado y distante. Samwell se le quedó mirando, agotado y sin ser capaz de definir sus pensamientos. Le vio fruncir levemente el ceño, y luego volvió a oír su voz.

- Coge la espada.
Samwell arqueó la ceja.

- ¿Qué?

Los nuevos gladiadores de Garbel Senatio llevaban apenas cinco días en Tanaris, pero los antiguos ya sabían algo de ellos. Este Halazzi decían que estaba loco. Hablaba poco y siempre parecía perdido en sí mismo, adormecido, excepto en los entrenamientos. Entonces, sus ojos se iluminaban como llamas cálidas y azules y su cuerpo cobraba vida, dejaba de ser una sombra y relumbraba como una estrella con sus movimientos estudiados y su elegante estilo de combate.

- Puedo ayudarte a mejorar. Si vuelves a avergonzar al señor, serás pasto de las fieras.
- Lo sé – respondió Samwell, con un suspiro dolorido y agotado – No sé como vas a ayudarme ahora. Y no tengo espada.

Halazzi ladeó la cabeza y le miró por primera vez, como si aquello no importara.

- Imagínala.

Samwell frunció el ceño. El foso estaba en silencio y casi a oscuras. Los demás gladiadores dormían o estaban arrinconados, sumergidos en sus recuerdos o en sus sueños imposibles. En aquel lugar, nadie prestaba demasiada atención a los demás si no era necesario. Finalmente, extendió el brazo y cerró los dedos, como si empuñara un arma inexistente. Halazzi hizo otro tanto, con las dos manos, mirando el filo invisible de su espada imaginaria. Su voz era suave y serena.

- Lo primero es saber cogerla.






Isla de Quel’danas, año 68 a.a.P.O.

- Lo primero es saber cogerla.

La brisa era cálida y el sol del mediodía se reflejaba sobre las aguas cristalinas del mar. Le arrancaba destellos plateados al océano, como a una cota de mallas reluciente, de cristal y mitril, y cegaba los ojos si se miraba durante demasiado tiempo. Bheril estaba de pie sobre la arena. Se había quitado las botas, llevaba la guerrera del uniforme abierta y la espada de entrenamiento en la mano.

Frente a él, el joven de los ojos rojos le observaba como si deseara estrangularle y tirarle a una zanja. Bheril asintió y le hizo un gesto, señalando el arma que Iranion llevaba a la cintura.

- Vamos, cógela.

Iranion Lamarth’dan desenvainó con un gesto rabioso y sostuvo la espada delante de sí.

Su semblante era de digno desdén, tenía el cabello recogido y algo mejor aspecto que el día anterior, cuando había acudido a la playa después de la paliza de su vida. Hacía días que Bheril venía observando lo que tenía lugar en los entrenamientos. Los Hojalba imponían disciplina y trabajo duro, cosa que a Bheril no le desagradaba en absoluto. Pero a la hora de batirse unos contra otros, había detectado la saña cruel con la que algunos compañeros descargaban su frustración contra el hijo de Sahenion. El hijo de Sahenion, un joven antipático con una actitud detestable que despertaba sentimientos bastante agrios entre los jóvenes reclutas de los Hojalba, pero que a Bheril en estos momentos no le parecía más que la víctima de una injusticia retorcida y poco honorable. Sus compañeros aprovechaban la inferior habilidad del Lamarth’dan en las armas para descargar contra él la envidia por su posición o el asco que les producía su comportamiento prepotente y desdeñoso, y utilizaban la excusa del entrenamiento para ello. No estaba bien, así que Bheril se había ofrecido a ayudarle. Sabía que para Iranion eso era un insulto, pero no le importaba demasiado aquel pensamiento tonto.

Por eso, hacía caso omiso de sus miradas aviesas y sus resoplidos condescendientes, e intentaba no reírse demasiado, aunque le resultara tan graciosa su manera de actuar. Examinó la posición de Iranion cuando desenfundó y negó con la cabeza.

- Mira, baja un poco la punta y separa más los pies – dijo, poniéndose detrás de él para corregirle la postura de las manos, dándole un golpe suave con la punta de la bota en los talones.

El Lamarth’dan se revolvió y le apartó, empujándole con el hombro y mirándole con ira escandalizada.

- Limítate a la instrucción – le espetó.

Bheril sonrió a medias, volviendo a su lugar.

- Es lo que estoy haciendo, aunque creas que no. ¿Vas a cogerla así, entonces?
- Así está bien – soltó Iranion con altivez.
- De acuerdo. Ataca, entonces.

El Lamarth’dan apretó los dientes y le relampaguearon los ojos al lanzarse hacia él. Bheril sólo necesitó ladearse un poco y golpear en su arma con un gesto oblicuo para hacerla caer sobre la arena de la playa. Iranion suspiró, con gesto digno y manteniendo una falsa serenidad antes de volver a coger la espada.

- ¿Sabes lo que es el punto de tensión? – dijo Bheril, antes de darle tiempo a hacer algún comentario y sin mostrar ningún atisbo de regodeo ante la demostración. Luego prosiguió, sin dejarle responder. – Si coges el arma como si estuvieras estrangulando un pollo o sosteniendo un ramo de flores, no tienes punto de tensión. Debes agarrarla con firmeza pero sin crispación, y en un ángulo en el que seas consciente de su peso, para que tus músculos encuentren el punto de tensión. Debes notar un tirón aquí.

Bheril le tocó la cara interna del antebrazo con la punta de su espada. Iranion se le quedó mirando un momento como si fuera un bicho raro. Después suspiró, asintió y separó los pies, colocando el arma como le había indicado.

- ¿Puedes notar el peso?
- Claro que puedo notar el peso.
- Ahora, cógela como hacías antes.
El Lamarth’dan volvió a atravesarle con los ojos carmesíes. Bheril asintió, arqueando las cejas. El joven del cabello blanco levantó la punta hacia arriba como había hecho anteriormente, arqueando una ceja con cierto desdén.

- ¿A que no sientes el peso igual?
- Pesa menos. Por eso la cojo así.
- Por eso precisamente, no debes cogerla así. Es engañoso – explicó Bheril, con gesto grave. Hizo los movimientos mientras hablaba  – Así, el centro de gravedad va hacia abajo, no tenemos un punto de tensión que nos permita controlar al cien por cien el movimiento. Parece que pesa menos. Al atacar, el peso se desequilibra, sorprende al músculo y perdemos el control del arma, tenemos que forzarnos a mantenerla y nos crispamos, lo cual sólo consigue que sea más sencillo desarmarnos para nuestro enemigo. La posición que te he mostrado, entre alta y media, es la mejor para empezar; así te acostumbrarás y dominarás verdaderamente la espada como si fuera parte de ti. Al principio es molesto, pero ¿notas cómo tira?

Iranion parpadeó, moviendo de nuevo la espada hacia la posición que indicaba Bheril.

- ¿A que parece que haya un hilo tenso desde tu brazo hacia la punta del arma?
- Si.
- Eso es lo que debes buscar siempre – asintió Bheril, colocándose a su lado y adquiriendo la postura que tan bien conocía – Mientras exista ese hilo mágico, la espada está unida a tu brazo, desde la punta hasta la guarda. Será una prolongación de tu brazo. Tendrás muchísimas más posibilidades de acertar todos los golpes, y muchísimas menos de ser desarmado.

Iranion elevó el labio superior en una mueca.

- Hilo mágico… sí, claro.
- Bueno, es un símil – añadió Bheril, sonriendo de nuevo.

El Lamarth’dan estaba a la defensiva y no era precisamente una persona agradable. De vez en cuando desviaba la mirada hacia el mar rompiente y parecía incómodo y disgustado. Bheril era bien consciente de que estaba ahí porque era la única oportunidad que veía de poder sobrevivir a la Academia y graduarse sin quedar inválido. Obligado por las circunstancias.

- Ven, vamos a bailar con el mar.
- ¿Qué?

Ignoró su perplejidad y se dirigió a la playa. Se sacó las botas, se remangó los pantalones y se colocó en posición, mientras las olas lamían la arena y le cosquilleaban en los empeines. Iranion se había quedado atrás.

- Empezamos así, con los pies separados y la hoja entre media y alta.
- Creo que esto es una pérdida de tiempo – replicó Iranion, en tono seco e indignado – si lo que querías era tomarme el pelo, puedes irte olvidando. ¿Bailar con el mar?
- Las olas marcan el ritmo – replicó Bheril – son constantes y ordenadas, y tú atacas como un animal, sin orden ninguno. Esto te va a venir bien.
- ¿Qué yo qué…? Belore, puedes irte al infierno.
- Un golpe a cada ola. Empezamos así.

Bheril hizo los tres movimientos. Realmente no le importaba en absoluto si Iranion se daba la vuelta y se iba, él mismo disfrutaba con lo que estaba haciendo, con Iranion o sin él. Una ola, cambio a guardia alta. Otra ola, un avance con el pie izquierdo y ataque medio. Otra ola, defensa. El olor a salitre se le pegaba al paladar, las gaviotas surcaban el cielo y su respiración se acompasó con el oleaje. Podía sentir el viento en la espada, la espada en las manos, la vibración del metal acariciado por la brisa. Mi espada, mi alma, mi espada, mi cuerpo, soy mis armas. Esos eran los lemas que se repetían en su interior.

No se volvió cuando escuchó el chapoteo a su lado, se limitó a mirar al otro elfo cuando la hoja de su sable le devolvía el reflejo de los ojos escarlata. Iranion le observaba de vez en cuando mientras seguía sus gestos, y aunque al principio se le oía refunfuñar algo incomprensible por lo bajo, poco a poco su semblante se fue relajando hasta adquirir un gesto tranquilo y concentrado. Los minutos transcurrieron en el ejercicio lento y medido, hasta que los movimientos del joven de cabello blanco fueron volviéndose fluidos y desapareció la tensión en sus hombros.

- Es como un vals de tres – murmuró Bheril al fin, sin detenerse.
- Si que lo parece.
- En el fondo, el combate también puede ser una danza…llega un punto en que todo es fácil y natural.
- Ya, cuando conoces bien a tu pareja – replicó el Lamarth’dan, arqueando la ceja.
- Si, en este caso, tu espada.

Bheril miró de reojo a Iranion con una media sonrisa, Iranion carraspeó. Al notar que iba a volver a sacar la artillería, Bheril atajó rápidamente con una nueva indicación.

- Al tener los pies más separados, puedes moverte con más facilidad y resistir los embates de tu rival.
- Los maestros de esgrima enseñan que es más correcto mantenerlos juntos – repuso el Lamarth’dan, tras un momento de duda. Seguía el filo del arma con los ojos. – Demasiado separados es antiestético.
- No es cuestión de espatarrarse como una rana aplastada, pero en parte tienen razón – admitió Bheril – Es más correcto tenerlos más juntos en esgrima de exhibición, con florete o sable fino. El tipo de combate de los Hojalba requiere otras posiciones.
- Tus símiles son de muy mal gusto.
- ¿Nunca has visto una rana aplastada?
- Afortunadamente, no.
- Pues le he metido una bajo la almohada a Thaldor Hojardiente. Con suerte, esta noche te estrenas.

Bheril se rió entre dientes, y le pareció escuchar una risa contenida a su derecha, que Iranion disimuló tras una tos repentina y forzada. Después enfundó el arma y se quedó mirando las olas, negó con la cabeza y se dio la vuelta.

- Estoy perdiendo el tiempo aquí.

Se dio la vuelta y echó a andar, sin despedirse. Bheril sonrió a medias.

- Mañana veremos enfoque en ataque – informó, sin volverse.

Prosiguió con los ejercicios, observando de vez en cuando el reflejo en la hoja de acero. El destello de una mirada rojiza y enfurruñada le llegó desde la lejanía.

lunes, 20 de diciembre de 2010

3.- El Lince


Tanaris, año 8 d.a.P.O.

Garbel Senatio supervisaba los entrenamientos sentado en su nueva silla de madera. Habían labrado los brazos con la forma de dos garras de cuervo especialmente para él. Esa tarde, en cuanto la recogieron de los artesanos, sus sirvientes la habían llevado al foso de la arena de Tanaris y la habían colocado pegada a la pared de piedra. Allí abajo, el ambiente seguía siendo igual de caluroso que en el exterior, pero al menos estaba resguardado del sol abrasador del desierto. Con la blanca melena suelta sobre los hombros y una toga ligera, flanqueado por su constante lacayo y un grupo de sus hombres de armas, Garbel Senatio mantenía la pose digna y las piernas cruzadas mientras observaba a los nuevos gladiadores luchar entre sí con las espadas de entrenamiento.

Junto a él, en un taburete más bajo, Ronald se mesaba el poblado bigote castaño y fruncía ligeramente el ceño, comentando con él los avances de los combatientes. Ronald era el entrenador de sus gladiadores, además de uno de sus hombres de confianza.

- ¿Le ves posibilidades? – preguntó Garbel, señalando a la joven del parche en el ojo, que se movía en el área designada con su arma de madera y la mirada fija en Ulf Ulver.

El gigantón era tres veces más ancho que ella y casi el doble de alto, se cambiaba la espada de mano,  con las piernas abiertas y una sonrisa de seguridad en el rostro ancho. Ronald se retorció la punta del mostacho, asintiendo.

- Es ágil, y además es una chica. Son poco comunes, al menos de raza humana. Hay más trols y… ya sabes. Supondrá un buen atractivo en la grada.

Garbel se rió entre dientes, asintiendo.

- Desde luego, siempre y cuando demuestre que sabe defenderse.

Ulf Ulver gruñó y se arrojó sobre la muchacha, que permanecía casi acuclillada, desplazándose con rapidez. Al venírsele encima el gigante, ella rodó por el piso para evitarle, se puso en pie de un salto y descargó un golpe en el cuello de su rival con el arma, lanzando un grito de rabia.

- He ahí – señaló Roland – con una espada de verdad, él estaría muriendo ahora mismo. Ha ido directa a la arteria.

- Me gusta. Me gusta. – Repitió Garbel, sonriendo más y enroscando un mechón de su cabello entre los dedos. – Que paren.

Ulf estaba tratando de contraatacar, avanzando con el rostro congestionado hacia la menuda Cybill, que parecía una serpiente, escurriéndose hacia los lados y esquivándole con facilidad. Roland golpeó el suelo con el bastón de madera que tenía a su izquierda y elevó la voz.

- ¡Suficiente! – gritó - ¡Siguientes! ¡El elfo y el pelirrojo!

Los dos contendientes se detuvieron y miraron hacia el fondo de la sala. Antes de que pudieran reaccionar, cuatro soldados de Senatio se les acercaron, les quitaron las espadas y les arrastraron de nuevo hacia sus jaulas, que se cerraron con un golpe seco. Las prisiones de metal estaban en el rincón de la derecha. En su interior, Tom el Grande mantenía el rostro apoyado contra los barrotes, atravesando con la mirada al Señor de la Arena, y Daven permanecía con los brazos cruzados y mirando al suelo, perdido en sus pensamientos. El elfo daba vueltas en su estrecho cautiverio, como una fiera enjaulada.

- ¿Qué me puedes decir de ellos?

Garbel observó a los dos nuevos luchadores mientras caminaban hacia sus posiciones. El sol se colaba por los tragaluces y troneras del foso y arrancaba a los cabellos del quel’dorei un reflejo dorado y ambarino.

- Daven Harlaw es el humano – respondió, mientras los dos prisioneros cogían las armas y se miraban, para mirarles después a ellos – condenado a muerte por asesinato. Es un profesional. El otro se llama Bheril Hojalba, era soldado o algo así. Lleva unos años entrando y saliendo de la cárcel por peleas de borrachos en tabernas y le pillaron en una redada Defias. Está acabado.

- ¡Empezad! – exclamó Roland, después de asentir, y dio un golpe con el báculo sobre las losas.

Daven se giró y empuñó la espada con la punta hacia abajo, mientras Bheril parecía sopesarla en la mano y contemplar a su oponente. Luego adoptó una guardia media, con un brazo flexionado sobre la hoja de madera y la mirada fija en el hombre frente a sí, inmóvil, con una pierna adelantada y el torso ladeado.

- El asesino es más fuerte, mira sus músculos – apuntó Garbel, ladeándose en el asiento para acercarse a su asistente – aunque el elfo es más alto.

- Tiene postura de apuñalador – Roland señaló a Daven, que estaba amagando hacia su contrincante. Bheril no se movió, se limitó a seguirle con la mirada. – Pero tu elfo es académico. Eso es una escuela de esgrima, aunque no sé cual.

Senatio curvó los labios carnosos, con un hormigueo en el estómago. Había estado esperando este combate con emoción, no podía negarlo. El quel’dorei ya le había sorprendido en el patio de la prisión, y había visto en él, como todo buen Señor de la Arena, el potencial para convertirse en una estrella de la profesión… y encumbrarle a él, haciéndole aún más rico y reputado en su ambiente.

- Allá va…

Daven se había decidido al fin y se abalanzó sobre el elfo, arremetiendo con el arma hacia su costado. Los movimientos de Bheril fueron breves, rápidos y precisos. Desvió su golpe con un giro de los brazos, interponiendo la espada de madera para detenerle, luego empujó y le desarmó al darse la vuelta y golpearle en las muñecas. No había parecido un movimiento fuerte. No había hecho ningún gesto ni exhalado exclamaciones ni nada por el estilo. Sus pies apenas se habían desplazado, y su semblante seguía siendo el mismo, aunque le brillaban los ojos. La reacción de su rival no pudo ser más diferente. Gritó, llevándose la mano a la muñeca, y le miró con sorpresa y rabia.

- Precioso – murmuró Roland. Luego alzó la barbilla para gritar - ¡Recoge la espada, tú! ¡Elfo, no basta desarmar! ¡Esto no acabará hasta que asestéis golpe mortal!

Garbel unió las yemas de los dedos, acomodándose en el sitial y sin disimular su interés. Bheril asintió y volvió a ponerse en guardia, mientras Daven regresaba a su punto de partida, a veinte pasos del elfo.

-Me gusta – dijo Garbel – Estos dos saben lo que hacen.
- Puede funcionar muy bien – asintió Roland, señalando al quel’dorei con el meñique – tiene buena planta, además. Es exótico. No se ven elfos en las arenas por lo general.
- Tiene un aspecto demasiado noble – desaprobó el Señor de la Arena – y eso no gusta al público. Quieren ver fieras salvajes, no príncipes en desgracia.
- ¿Es que es un príncipe? – inquirió su compañero, arqueando la ceja.
- No. Pero lo parece.

Esta vez, el corpulento humano calculó mejor. Arremetió con contundencia, y en esta ocasión, el elfo fue a su encuentro, avanzando en una carrera lateral, con la espada baja. Las armas chocaron y se enzarzaron en un verdadero duelo de ataques y defensas que hizo erguirse a Garbel Senatio en su silla. Daven era fuerte y veloz, tenía agilidad y sabía dónde dirigir el daño. Bheril, por su parte, parecía prever todos sus movimientos. También era rápido, y aunque no parecía hacer gran esfuerzo, sus ataques resonaban con intensidad cuando el contrario los detenía. Pero el humano era más humano. Resollaba, apretaba los dientes, se movía con menos concreción. Bheril parecía que estuviera ejecutando los pasos de una danza regia y elegante. En vez de esquivarle, le cedía el paso, daba una vuelta sobre sí mismo, golpeaba de espaldas, se inclinaba hacia atrás para evitar una finta, se apoyaba en una mano y se volvía a erguir para tomar la iniciativa.

- Esto promete – murmuró Garbel, observando cómo los otros tres presos se acercaban a las puertas de su celda para contemplar el espectáculo – promete, y mucho.

Roland rió suavemente, cosa que llamó su atención.

- Ese demonio es listo – explicó, ante la mirada inquisitiva de Garbel – fíjate cómo economiza su energía. No hace ningún gesto más del que debe, ni uno menos. El apuñalador tiene ventaja, es más fuerte que él, y más fiero, pero se está cansando innecesariamente. El príncipe no debería tardar en…

La exclamación les pilló por sorpresa. Una sílaba seca, un “hai” resonante en una voz contenida y musical, teñida de extraño poder, que acompañaba al golpe final de Bheril. En un descuido del agotado Daven, que intentaba esquivar un golpe falso, el arma de madera de su contrincante se precipitó contra la hoja rival, la hizo volar por los aires y luego se abalanzó directa a su pecho en una línea recta perfecta, empuñada con ambas manos. La punta de madera se detuvo sobre el corazón de Daven, que la miraba, sorprendido.

Por un momento, reinó el silencio en el foso. Después, Garbel se puso en pie y caminó hacia los contendientes con gesto fascinado. Su lacayo corrió tras él, y Roland le siguió. Un par de soldados se acercaron también, dispuestos a proteger a su imprudente señor si se daba el caso.

- Tú… - el Señor de la Arena se recogió las mangas y miró a los ojos a Bheril, que se había apartado del derrotado Harlaw – Tú… el destino te ha traído a mi.

Garbel Senatio sonrió, recorriendo los rasgos del elfo con la mirada y le puso una mano en el hombro. Bheril, que había estado serio y ausente hasta el momento, como adormecido o perdido en sí mismo, miró de reojo la mano de su señor y luego a él, con un relampagueo de orgullo azul cobalto. Garbel retiró la mano, con un estremecimiento que se cuidó muy mucho de disimular.

- Mañana, en la arena, te dejaremos para el final. Serás la estrella.
- Eres listo como un lince, hijo. Tienes talento – añadió Roland. – Vas a triunfar en las Arenas, como yo hice en su día.
- A la gente le gustan los nombres trol. – Garbel Senatio sonrió -  Eres listo como un lince, y pareces uno. Halazzi, el lince. Ese serás tú.

Luego se dio la vuelta, mientras los soldados arrastraban a las celdas a los dos gladiadores. Se echó las manos a la espalda y regresó a su silla.

- Halazzi, Ulf el Gigante, la Cobra Negra, Aniquilador y Tom el Grande – dijo, haciendo un gesto con la mano a Roland – Prepara sus presentaciones e invéntate lo que quieras sobre ellos, pero que sea creíble. Y romántico, sobre todo romántico. Ya sabes que el romanticismo es muy importante en esto. Al público le gusta imaginar historias trágicas de luchadores de lejanas tierras.

Los hombres se alejaron. Bheril fue empujado al interior de la celda y la puerta se cerró con un chasquido. Apretó los dientes y estranguló los barrotes de metal, apoyando la frente en ellos y dejando escapar un suspiro.



Bosque del Sur, cerca de Bruma dorada – Año 68 a.a.P.O.

No había nada comparable a aquello. Correr por las praderas cuajadas de flores, entre los árboles de hojas siempre doradas y con el viento en el rostro. Los perros ladraban, delante y detrás de él. Las amapolas se abrían como corazones rojos, como frutas cuajadas de diamantes negros. Seguía las huellas de los cascos de los caballos, con el corazón galopando en su pecho y las piernas calientes por el ejercicio. La sangre le hormigueaba en las venas.

- ¡Vamos, Loras! – exclamó - ¡No te voy a esperar!

A lo lejos, la voz de su primo le llegó como un quejido indefinible, del que sólo entendió “idiota”.  A Bheril ya le había cambiado la voz, que era más grave y profunda que antes, después de varios meses de gallos inapropiados y afonías desesperantes, y también había crecido unos cuantos palmos. Loras, sin embargo, parecía el mismo de diez años atrás, con excepción de la barba rala que empezaba a mancharle un rostro aún infantil con una sombra negra. El joven se detuvo, contradiciéndose a sí mismo, para recuperar el aliento y aguardar la llegada de su primo, que le saludó con un golpe débil en la nuca.

- ¿Dónde crees que están? – dijo el muchacho moreno, apoyando las manos en los muslos e inclinándose hacia delante.

Los perros olisqueaban la alta hierba, algunos se pusieron a escarbar. Bheril se encogió de hombros y se recolocó la chaqueta del uniforme.

- Ni idea. ¿No te dijo mi padre dónde iba a cazar?

Loras negó con la cabeza. Bheril acababa de llegar de la academia militar cuando se encontró a su primo en la puerta, con un arco a la espalda y  las vestiduras verdes y doradas de los forestales, luciendo la expresión más sonriente que le había visto nunca. Ambos habían corrido al encuentro del otro con la misma excitación juvenil del triunfo, y hablaron a la vez.

- ¡Me han aceptado en los Forestales!
- ¡He pasado la prueba de los Hojalba!

Después, se habían deshecho en carcajadas, y cuando Bheril se disponía a cruzar el jardín para dar la buena noticia a su padre, Loras le advirtió que había salido a cazar linces con los Lamarth’dan.

Chasqueando la lengua, Bheril señaló hacia la arboleda y silbó a los perros.

- Deben estar por ahí – dijo, sin dudar – hay garrágiles en esa zona.
- Pueden estar en cualquier parte, Bheril… ¿por qué no le esperas en casa? Me va a caer una buena, se supone que estoy…
- No puedo esperar, Loras – replicó Bheril, sin disimular su excitación – No sabes cuánto tiempo llevo aguardando esto. Los Hojalba. Es como un sueño.

Loras ladeó la cabeza y se echó a reír.

- Belore, primo, no sabes lo idiota que pareces ahora mismo.
- Si, pero un idiota Hojalba – replicó él, risueño. El chico moreno frunció el ceño y una sombra cruzó por su semblante.
- Hojalba – dijo, pensativo, sacudiéndose los pantalones y desviando la mirada – Te irás a la isla y yo al Retiro del Errante.

Bheril borró la sonrisa y se le quedó mirando. Iba a echar mucho de menos a Loras. Nunca había tenido problemas para relacionarse, y podía decir que tenía muchos amigos, pero su primo era el más cercano. Habían crecido juntos, compartido travesuras y castigos, descubrimientos, peleas definitivas que nunca lo eran por cosas importantísimas que tampoco lo eran.

- Te voy a echar de menos, primo.

Loras asintió con la cabeza.

- Yo a ti también. – Luego volvió a sonreír – aunque por otra parte, me voy a quitar un peso de encima. Estoy harto de que me metas en líos, ¿sabes?

Bheril se rió con él, y le palmeó el hombro

– Vamos, señor forestal.

Volvieron a emprender la carrera sobre los prados, acompañados por la jauría y con las amapolas rozándoles las piernas, hasta que el prado dio paso a un bosquecillo de altos árboles mallorn de tronco blanco. Al escuchar los relinchos, Bheril se encaramó a una roca alta llena de musgo y emitió un silbido prolongado. Loras se sentó a su lado, dejando colgar las piernas y mirándole con extrañeza.

- ¿Llamas a tu padre como si fuera un chucho?

Bheril le aplastó la cabeza con una mano y se quedó ahí apoyado, con pose de príncipe de los ladrones.

- No seas capullo, es mi padre. Si grito, espantaré a los linces, o los atraeré. Pero mi padre sabrá reconocer mi señal.

- Pues yo no estoy tan seguro. Podría ser un grajo o una… - Loras se calló, al escuchar el galope de los cascos de los caballos sobre el lecho herboso del bosque.

Al poco rato, tres figuras aparecieron entre la arboleda, con arcos a la espalda. Beleth vestía de verde y montaba en su bayo de crin amarilla. Le dirigió una mirada entre extrañada y divertida a su hijo y avanzó hacia él. Le acompañaban un elfo alto y vestido de blanco, de porte regio y digno, a quien Bheril reconoció al instante. Éste cabalgaba un corcel del mismo color de sus ropajes, blanco níveo, y le dedicó una leve inclinación de cabeza a Bheril al divisarle.  El muchacho respondió con una reverencia y una sonrisa. Junto a lord Lamarth’dan, sobre un caballo igual al de éste y ataviado de la misma manera, había un joven algo mayor que Bheril, de rasgos cincelados con precisa elegancia, piel pálida y ojos rojos. Sujetaba las riendas con los dedos crispados y el arco que portaba se le había escurrido hacia el hombro, cosa que él parecía no notar. En cualquier momento, se le quedaría colgando del brazo. El joven montaba con la espalda muy recta y mantenía la barbilla levantada con una dignidad que al menor de los Hojazul le pareció exagerada. Cuando Bheril le saludó con la mano afablemente, el joven desconocido le atravesó con sus ojos carmesíes y volvió el rostro hacia otra parte con desdén, fingiendo no haberle visto, como si estuviera enfadado con el mundo y tratara de disimularlo. La cabellera blanca brilló con destellos plateados cuando el muchacho ejecutó el gesto, pero no se despeinó. Dedujo que se trataba del hijo de Sahenion, pues eran muy parecidos.

- Te van a regañar – susurró Loras.

Bheril negó con la cabeza.

- No creo – replicó, observando con un estremecimiento de anticipación cómo se acercaba la comitiva.

Cuando llegaron frente a la piedra musgosa, Beleth, que se había adelantado un poco, saludó a Loras con una sonrisa y luego le señaló a él con la barbilla.

- ¿Qué haces aquí tan pronto, Bheril? – preguntó sencillamente, como si no le extrañara su aparición en el bosque – ¿Vienes a cazar linces?
- Depende – replicó Bheril, haciéndose el interesante - ¿Habéis cazado muchos?

Beleth se volvió hacia Sahenion Lamarth’dan y le guiñó el ojo.

- Lord Lamarth’dan ha sido magnánimo y ha perdonado la vida de todos ellos.
- Así es – asintió el caballero regio vestido de blanco, muy serio – he acudido como delegado diplomático y han aceptado una rendición sin violencia.

Bheril se rió abiertamente, y su padre lo hizo entre dientes, casi en silencio. El chico enfadado y digno se había quedado algo más atrás, vuelto de espaldas, y en aquel momento se giró para dirigir otra mirada gélida al grupo.

- Desde luego, si alguien puede dialogar con los linces y conseguir que claudiquen, ese sois vos, lord Lamarth’dan – dijo Loras, que se había puesto de pie cuando llegaron.

Bheril le dio un codazo.

- No seas pelota – se volvió hacia su padre, incapaz de aguantar más – He pasado la prueba, papá. Y Loras también. Los Hojalba me han aceptado, y el primo va a ser forestal.

Beleth y Sahenion se miraron, y el señor Hojazul esbozó una breve sonrisa después, dirigiendo una mirada cálida a su hijo, que aguardaba sobre la piedra con las manos a la espalda, la chaqueta abierta y el cabello color miel agitado por la brisa. Era imposible reprimir el resplandor de su mirada ni la sonrisa pujante que quería romper de nuevo en sus labios. Sin embargo, Beleth permanecía en silencio, contemplándole sin más con aquella expresión profunda.

- Enhorabuena, joven – Sahenion Lamarth’dan inclinó la cabeza con reconocimiento y Bheril se cuadró para hacerle el saludo militar correspondiente a aquellos de mayor rango.

- Gracias, señor.
- Me temo que debo abandonar esta cacería y vuestra compañía, milord – dijo finalmente Beleth, dirigiéndose al noble de blancos cabellos. – Hay algo que celebrar en mi casa. Parece que mi hijo no es capaz de esperar a mi regreso, y cuando llama la sangre…
- Desde luego – Lamarth’dan asintió – Os veré dentro de tres días.
- Despedíos de Iranion por mí.
- ¿Vas a irte sin cazar ningún lince, padre? – repuso Bheril, sintiéndose culpable de repente – No tienes por qué, no hay prisa. Sólo queríamos darte la noticia. Podemos volver a casa y te esperaremos allí.
- Ni mucho menos – repuso Beleth – No piens…

Un gruñido se escuchó, y el caballo del hijo de Lamarth’dan se encabritó. El joven intentó empuñar el arco y controlar su montura a la vez, mirando hacia la espesura con los dientes apretados. Antes de que lo consiguiera, el felino se arrojó sobre las patas del corcel, que caracoleó a dos patas y casi derribó a su jinete. Una flecha certera silbó el aire, atravesando el cuello del lince. La bestia cayó de lado, proyectado algunos pasos hacia atrás, con un último gruñido. Sacudió la pata, y finalmente, murió.

Bheril miró sorprendido a su primo, que volvió a colocarse el arco a la espalda con naturalidad, mientras Lamarth’dan y  Beleth se acercaban a Iranion apresuradamente. Tras comprobar que estaba bien, Beleth les dejó atrás y regresó junto a su hijo y el joven Loras, con el lince muerto en la grupa del corcel bayo.

- Un tiro perfecto, sobrino –  dijo, arqueando la ceja – Aquí tienes tu pieza.

Loras se encogió de hombros y se sonrojó un poco.

- Os regalo ese lince – se volvió hacia su primo, sonriendo – Un recuerdo mío, y un premio por tu éxito en las pruebas.

Bheril abrazó a Loras, llevado por un impulso de gratitud, y emprendieron los tres juntos el camino de regreso, mientras el viento les desordenaba el cabello, las amapolas acariciaban sus piernas y el sol poniente teñía de dorado los hermosos bosques y praderas de Quel’thalas, en aquellos días eternos, cuando el mundo sonreía.

sábado, 18 de diciembre de 2010

2.- El Océano

El Gran Mar, año 8 d.a.P.O.

El balanceo del barco se había convertido en un arrullo tras abandonar las costas de los Reinos del Este. Un par de tormentas habían asolado la nave durante los primeros días de viaje, pero ahora las fuerzas de la naturaleza se mostraban solícitas, y parecían, al fin, dar un respiro a los tripulantes. Las velas del galeón se hinchaban con el viento favorable, las olas lamían el mascarón de proa, haciendo saltar la espuma, y el sol se decidía a sonreír finalmente.

La puerta de las bodegas se abrió, y un haz de luz blanca procedente del interior deslumbró a los hombres y mujeres hacinados allí. Las cadenas tintinearon y los cautivos pegaron los rostros a los barrotes de sus celdas de metal cuando Galior Senatio descendió los escalones, con la barbilla alta y un sombrero emplumado cubriéndole los cabellos. Llevaba la misma túnica de brocado que luciera en las mazmorras, con las manos cruzadas a la altura del pecho para evitar que las mangas le arrastraran, y venía acompañado de cinco hombres armados de su guardia personal y el lacayo que siempre le seguía. Al penetrar en la viciada estancia, arrugó la nariz y examinó los semblantes de sus esclavos entre la penumbra.

- ¡Eh, tu!¡Maldito payaso, ya era hora de que aparecieras!¡Dijiste que nos indultarían! ¿Por qué estamos encerrados? – bramó una voz.

Galior parpadeó afectadamente y miró al hombre de la celda del fondo. Era el tipo corpulento de la barba negra.

- Dije que os indultarían y pasaríais a servirme, y eso es exactamente lo que ha sucedido. Estáis indultados. Y ahora me pertenecéis.

El gorila gruñó y apretó el rostro contra la celda, estrujando los barrotes entre los dedos.

- ¿Qué te pertenecemos? ¡Ese no era el trato!
- Deja de enturbiar la mañana con tu griterío, Thomas Bronn. Ahora, escuchad.

Galior se plantó en el centro de la cámara, con el ceño fruncido. Paseó la mirada entre los cinco hombres, examinándoles uno a uno. El tipo corpulento y calvo, el espigado de brazos grandes, el joven muchacho del parche en el ojo, el pelirrojo mudo y el elfo del pelo castaño. Sonrió a medias. Todos le observaban con desconfianza, aún vestidos con la misma ropa que habían traído de la cárcel.

- He pagado por vuestro indulto al Reino de Ventormenta, así que ahora tenéis una deuda conmigo. Me habéis costado mil oros cada uno. – dijo con sencillez – Mi nombre es Galior Senatio y soy un Señor de la Arena.

El caballero caminó unos pasos entre las jaulas, volviendo la cabeza a un lado y a otro con una sonrisa desdeñosa bailándole en los labios. Eran gruesos y carnosos, demasiado grandes, le daban un aspecto mórbido y desagradable. Los prisioneros seguían en silencio.

- Lucharéis para mí en las Arenas de Azeroth. No os faltará un plato de comida, atención sanitaria ni buen entrenamiento. Podréis pelear y matar, y os haréis famosos por ello. La gente gritará vuestros nombres en las gradas. Cosecharéis victorias y grandezas… o moriréis. – hizo una pausa, durante la cual nadie rompió la quietud. Los ojos de todos seguían fijos en él, punzantes - Puede que ahora no lo entendáis, pero lo que os ofrezco es un pasaje a la gloria. Sois delincuentes… y reincidentes. Lo mejor que os hubiera esperado tras cumplir condena era una vida de parias. Seguramente, de pobreza. Lo más probable es que hubiérais acabado muertos en un callejón o ahogados en los canales antes de que se cumplieran diez años desde vuestra libertad.

El muchacho del parche en el ojo se acercó a los barrotes y habló.

- ¿Y qué pasa si no queremos?

Galior se volvió hacia él y le examinó detenidamente. Bajo el jubón descosido, descubrió las suaves protuberancias de unos pechos casi inexistentes, y sonrió más ampliamente. Así que él era ella.

- No tenéis opción. Saldréis a la Arena, sí o sí. Si no queréis luchar, moriréis en ella el primer día. Eso es todo. Buen viaje, mis gladiadores.

Galior se dio la vuelta y volvió a la cubierta, cerrando tras de sí. La bodega volvió a quedar sumida en la oscuridad, y al cabo de un rato, las voces de los cautivos se dejaron oír en susurros quedos.

- Es mejor que morir en la horca – dijo el hombre espigado, en tono amargo – A mi me iban a colgar dentro de un mes. Si ese loro quiere que pelee, yo pelearé. Contra la soga no hubiera tenido ocasión de defender mi vida.

- Se supone entonces que ahora somos gladiadores – repuso el calvo, suspirando y apartándose de los barrotes – Bien, en cuanto me den una espada se arrepentirán de haberlo hecho. No pienso servir a nadie, nunca lo he hecho.

La chica del parche golpeó el metal de su celda.

- Cierra el pico, Thomas Bronn – espetó con sequedad – puede que en Ventormenta fueras un revolucionario, pero aquí no eres más que un esclavo.

- No oses mandarme callar o te sacaré el otro ojo, Cybill. Yo era tan leal como el que más. Bheril y yo peleamos contra esos inmundos orcos, ¿lo sabías? Somos héroes de la Primera Guerra y también lo fuimos en la última.

Una voz grave y musical interrumpió la conversación, con tono adormecido.

- No somos héroes de nada. Somos supervivientes de ambas. Y nada de eso importa ahora.

Durante un momento, nadie pronunció una palabra. Después, el espigado de los brazos grandes se sentó en un rincón de la prisión.

- Tiene razón. No importa lo que hayamos sido ni lo que hayamos hecho. Ahora sólo tenemos nuestros nombres, y algo me dice que los olvidaremos pronto, a menos que alguien nos los recuerde – murmuró. Después su voz se tiñó de una extraña gravedad –  Daven Harlaw. Ese es mi nombre. Y solía ser cantero…antes de convertirme en asesino.

El barco se balanceaba. El mar rompía en el casco del navío, la madera crujía y las olas arreciaron al aumentar la intensidad del viento en el exterior. Dentro de la bodega, los presos apenas podían ver los contornos y las siluetas de sus compañeros, el brillo de sus ojos y sus rasgos difuminados en la sombra.

- Cybill – dijo la muchacha, al cabo de un rato – Cybill de los Lagos. Preferiría olvidar lo que solía ser, y si estás en lo cierto, Daven, puede que tenga esa suerte.

El calvo levantó el rostro.

- Thomas Bronn. Tom el Grande, me llaman, y era soldado independiente. Siempre fui libre.

Dicho esto, volvió a mirarse las rodillas, con el ceño fruncido. En la celda de al lado, el elfo del cabello castaño deslizó los dedos por los barrotes y los ojos azules destellaron por un momento, animando su semblante impávido. Pareció salir de su letargo, y su voz sonó cálida y expresiva al hablar, cargada de significado.

- Me hice llamar Bheril Hojalba, pero mi verdadero apellido es Hojazul. Soldado de Quel’thalas y maestro de armas – pronunció lentamente.

Tom frunció el ceño y levantó la mirada hacia él con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, cuando el barco dio un bandazo, y una última voz vibró entre el fragor de los mares.

- Yo soy Ulf Ulver. Solía ser mudo.

Los demás volvieron la cara hacia él, perplejos. El pelirrojo sonrió, mostrando las encías desdentadas, y después soltó una carcajada resonante.





Aldea Bruma Dorada, año 78  a.d.P.O.
- Se va a hundir.
- No se va a hundir, cállate.

La playa estaba desierta a aquellas horas. Los barcos pesqueros surcaban las aguas de plata a lo lejos, con sus velas triangulares recortándose sobre el cielo dorado de la puesta de sol. Las gaviotas surcaban el firmamento y las olas morían en la orilla con un murmullo suave y constante. Bheril, encaramado sobre los troncos con la caña de pescar a la espalda, ataba las cuerdas con expresión concentrada. Loras se había tumbado sobre la estructura y observaba lo que hacía su amigo, intentando imitarle, pero todos los nudos le quedaban demasiado flojos, por lo que Bheril no pudo evitar soltar una risilla.

- O puede que sí. Las sogas de una balsa no se atan como los cordones de unos escarpines, palurdo. Tienes que apretarlos más.
- No puedo apretarlos más. Además, se me van a hacer heridas en las manos.
- Es que tienes las manos como una señorita.
- Vete al infierno

Llevaban unas horas en la orilla, terminando de preparar la balsa que habían comenzado el día anterior. Sobre la arena, el cubo aguardaba la futura captura de los jóvenes pescadores. Bheril estaba seguro de que conseguirían muchas piezas. Había comprado cebos brillantes de colores y sedal nuevo para los dos. Sonrió, mientras terminaba de ajustar las gruesas cuerdas, pensando en la admiración que causaría cuando llegara a casa con su premio. Loras, sin embargo, parecía aburrido ya, y eso que todavía no habían empezado. Bheril le echó una mirada y negó con la cabeza.

- Venga, ya está. Levántate y ayúdame a empujarla.
- Voy.

La arena susurró, y al cabo de unos momentos, la balsa estaba flotando en la ribera. Los dos amigos se remangaron el pantalón y se subieron a su improvisado bote, que se quejó especialmente cuando Bheril se encaramó de un salto y estuvo a punto de arrojar a Loras al agua.

- ¡Ten más cuidado, tonto!
- Perdona, perdona. ¿Tienes la caña?
- Claro.

Prepararon los cebos y arrojaron el sedal, mecidos por el calmo oleaje. Loras bostezó y apoyó la espalda en la de Bheril, canturreando a media voz.

- ¿Vas a quedarte a cenar? – preguntó el mayor.
- Um… creo que sí.

Bheril asintió, con una sonrisa sincera. Loras, además de su primo, era su mejor amigo desde que tenía uso de razón. Era un elfo moreno y menudo, de piel atezada y muy desgarbado, que siempre destacaba en los juegos por ser rápido y ágil. Tenía los brazos muy largos y un rostro travieso, de rasgos vulgares pero simpáticos. Su carácter extrovertido le convertían en alguien de trato fácil en quien era sencillo confiar. Además, la familia de Loras había estado siempre bajo la protección de los Hojazul, y el padre de Bheril consideraba al patriarca de los Arahel como a un amigo y confidente, además de como un pariente. Por eso, los dos chicos se habían cogido afecto rápidamente durante la tierna infancia, y a día de hoy eran uña y carne.

- ¿Cómo te va en la academia?

Bheril estiró las piernas y sonrió con orgullo.
- Muy bien. Soy el primero de mi grupo. La mayoría no han tenido mucha práctica con la espada, pero el maestro es realmente bueno.
- ¿Es divertido? – volvió a inquirir Loras, volviéndose un poco hacia él.
- Bastante. A mi me gusta mucho.
- Qué suerte – suspiró el elfo moreno, hundiendo la cabeza entre los hombros con gesto abatido – Estudiar en el templo me aburre tanto que algún día me moriré de asco ahí dentro. Creo que voy a pedirle permiso a mi padre para hacer las pruebas en los Forestales, al menos allí podré tirar con arco.

Bheril enroscó el sedal y volvió a arrojar el cebo algo más lejos. La brisa les agitaba los cabellos y empezaba a refrescar. Tenían la camisa húmeda y las olas se escurrían entre los dedos de sus pies, haciéndoles cosquillas en las plantas.

- Pídeselo. A lo mejor, cuando termines la instrucción y tú seas forestal y yo soldado, nos vamos juntos de campañas. A la guerra contra los trols.

Loras se rió, asintiendo con la cabeza y con un brillo ilusionado en los ojos verdes.

- Eso sería genial. Pero espero que seas mejor soldado que pescador.
- Y yo que seas mejor arquero que balsero. ¿Seguro que quieres tirar con arco? Se te van a hacer heridas en los dedos al tensar la cuerda.
- Pues me acostumbraré, listo.
- Listo tú. Digo, tonto.

Se dieron unos cuantos codazos. Loras se dio la vuelta para recriminarle algo, cuando los troncos se abrieron y se encontró con el trasero encajado entre dos tablas, hundido en el agua. Bheril escuchó el crujido y se giró, arqueando las cejas al ver la escena y rompiendo a reír con una carcajada.

-  ¿Pero qué haces? ¿Te estás refrescando el culo?

Loras soltó un gruñido y agitó la caña sobre su cabeza, intentando golpear con ella a Bheril. Al moverse, las tablas cedieron más, y esta vez fue su compañero quien hundió una pierna en el agua a través de los maderos, que se iban separando uno a uno.

- Idiota, ¿no habías asegurado los nudos?
- Los he asegurado. Los que se están abriendo deben ser los tuyos.
- ¡Si, hombre! Y un…¡aaah!
- Uy…

La última cuerda cedió y los troncos se separaron irremisiblemente. Los dos elfos se hundieron en el agua. Cuando asomaron la cabeza empapada, se quedaron mirándose con gesto perplejo.

- Adiós a nuestra barca – se lamentó Loras.
- Creo que tendremos que dar parte de naufragio a las autoridades portuarias.

Nadaron hasta la orilla y salieron del mar, empapados y con los anzuelos vacíos. El cubo había desaparecido en las aguas, y toda esperanza de cenar pescado se desvaneció. Bheril se escurrió la melena rubia y su amigo hizo otro tanto, observando los restos de su embarcación a la deriva. Después, con un suspiro, emprendieron el camino de vuelta, empapados y resignados.

- Oye Bheril.
- Dime.
- ¿Recuerdas nuestra lista?

Bheril frunció el ceño y le miró, levantando la ceja.

- ¿Qué lista?
- Esa que hicimos con todas las aventuras que íbamos a correr cuando fuéramos mayores – el muchacho asintió, y Loras continuó – Bien, pues borra “ser piratas”. Creo que somos gafes. Es la tercera balsa que perdemos esta semana.

El joven Hojazul soltó una carcajada.

- Pues la próxima tiene más probabilidades de salir bien.

Los dos amigos se perdieron en una curva del sendero, dejando una huella de pasos húmedos sobre la arena. Cuando las olas devolvieron el cubo a la orilla, no había nadie para recogerlo. El pez plateado que saltaba dentro se agitó y se removió, y al volver el mar a cubrir la playa, consiguió escapar por fin de su confinamiento

1.- La espada

Ciudad de Ventormenta – Año 8 d.a.P.O.


- ¡Vamos! ¡Vamos, fuera! ¡Salid!
Las cadenas se tensaron y entrechocaron cuando el capataz comenzó a tirar de la larga fila de los condenados.

La mañana estaba pintada de gris plomizo y la lluvia arreciaba sobre la ciudad blanca. Más allá de las murallas de la prisión, los tejados azules y negros de la ciudad de Ventormenta se difuminaban en la neblina y el humo de las chimeneas se rizaba en volutas sucias que se disipaban al ascender hacia el firmamento. La ciudad era lluviosa, y más aún en aquella época del año. Tras la reciente guerra, aún se reponía de su destrucción. En el horizonte de la urbe se alzaban andamiajes y cables, columnas de hormigón y estructuras de madera que habrían de ser el esqueleto de una nueva Ventormenta, que se alzaría más resplandeciente que nunca, coronada de mármol blanco y resistente piedra, circundada por murallas que la protegerían de nuevas desgracias como la ya vivida. Las mazmorras habían resistido el ataque, un hecho que se tenía por afortunado. En tiempos oscuros, las almas de los hombres se tiñen de inquina, y las cárceles, para bien o para mal, se llenan más que nunca.

Los presos caminaron sobre las losas húmedas, una columna de hombres cabizbajos y mal vestidos con grilletes en las manos que se alinearon de espaldas al muro siguiendo las órdenes de su guardián. Frente a ellos, cinco hombres uniformados escoltaban a un tipo enjuto, cubierto por una capa de pieles y con una cinta de metal en la frente. Un criado sostenía un paraguas sobre su cabeza. Las gotas repiqueteaban en las hombreras de acero bruñido de los soldados de Ventormenta que custodiaban a los reos a la espera de que el Señor hiciera su elección. Entretanto, el capataz fijó los extremos de la cadena a la que estaban prendidos en las argollas de la pared, cerrando los grilletes con un chasquido y girando la llave. Luego se alejó unos pasos.

El hombre de la cinta tenía el cabello blanco y el porte regio de los grandes mercaderes. Caminó algunos pasos, deteniendo la mirada sobre los ejemplares que le parecían más apropiados, como un comprador crítico en el mercado de otoño. El criado le seguía, salvaguardando sus ricos ropajes de la humedad del chaparrón, mientras el caballero examinaba con atención a cada uno de los hombres apresados.

- ¿Cuántos de vosotros sabéis luchar? – preguntó el comerciante, haciendo un gesto vago para recogerse la larga manga de su túnica.

Unas cuantas figuras dieron un paso adelante. Garbel Senatio esbozó una media sonrisa, se acercó a uno de los guardias y le sacó la espada de la vaina, arrojándola al suelo. El metal cantó, golpeó las baldosas y se humedeció con las lágrimas del cielo otoñal. Los otros cuatro centinelas hicieron otro tanto, dejando sus armas sobre el suelo, a varios pasos de los reos. Las miradas de los detenidos se fijaron en las hojas brillantes con ansiedad.

- Hay cinco espadas aquí. Cinco de vosotros recibirán el indulto y serán liberados para pasar a mi servicio. Pero para ello, tenéis que alcanzarlas y empuñarlas.

La voz de Garbel Senatio hacía eco entre los muros cenicientos del patio, que se vistieron de un silencio sepulcral cuando éste terminó de hablar. Los hombres que habían dado un paso adelante se miraron entre sí de soslayo, con ojos desconfiados.

Finalmente, uno de ellos se precipitó hacia delante, tirando con fuerza de las cadenas y haciendo caer al suelo a algunos de los hombres que habían permanecido en su lugar. Se trataba de un hombre alto y calvo, corpulento, de aspecto fiero y barba desaliñada y negra como un matorral. Apretó los dientes y gruñó, tratando de avanzar hacia las armas. Sus pies descalzos resbalaban en el suelo mojado. Cuando cayó de bruces, apenas pudo sostenerse sobre las manos esposadas, y siguió gateando, tirando de las cadenas y con la mirada inyectada en sangre fija en los cinco sables.

El Señor de la Arena sonrió con enfermiza complacencia.

Pronto, otras voces se escucharon. Los hombres intentaban acercarse al centro del patio, donde las espadas relucían con la promesa de la libertad, pero las cadenas que les mantenían prisioneros no les permitían llegar a ellas. Los dedos del hombre barbudo se crispaban, estirándose, pugnando por rozar una de las empuñaduras doradas, aún demasiado lejana. Un par más habían conseguido acercarse. Otros, trataban de entorpecer el avance de sus compañeros, lanzándose miradas de lobo y murmullos amenazadores.

Garbel Senatio compartió una sonrisa torcida con uno de los soldados, que sonreía maliciosamente al observar la escena. Pronto llegaron los golpes y los empujones, como siempre solía suceder. Un par de exclamaciones alarmadas capturaron la atención del Señor de la Arena, que desvió la mirada de nuevo hacia los reos.

- Vaya, mira eso – dijo para sí, frunciendo el ceño y ladeando la cabeza.

Uno de los presos, un elfo alto de orejas largas y cabellos castaños, oscurecidos por la lluvia, estaba tendido boca abajo en el suelo, con los brazos estirados, de espaldas a las armas. Tenía el rostro ladeado hacia atrás y la expresión tranquila, con la mirada algo perdida. Con la punta de los pies formando una pinza, estaba intentando atrapar uno de los sables.

Pronto, otros tres imitaron su postura, comprendiendo que era el único modo de alcanzar las armas.

- ¡Con los pies! – gritó el calvo, dándose la vuelta para dejarse caer en el suelo - ¡Haced como hace él, cogedlas con los pies!

Galior arqueó las cejas, sorprendido. Luego volvió a sonreír.

- Fascinante – comentó al guardia que había a su lado – Normalmente, damos las espadas a los cinco que han mostrado más tesón en intentar cogerlas, pero nunca lo consiguen por sí solos. Parece que ese orejas largas tiene cabeza.

Observó con interés al elfo, que había logrado enganchar la guarda del sable entre las puntas de sus botas gastadas y ahora tiraba de ella hacia sí, despacio, sin dejar de mirar hacia atrás con gesto de concentración. El acero silbaba al escurrirse sobre las losas de piedra, rechinaba y murmuraba. Cuando hubo conseguido moverla lo suficiente, se dio la vuelta hasta tumbarse boca arriba. Las cadenas tintinearon.

Galior observaba con más que curiosidad el hábil proceder del prisionero. Cuando le vio levantar el arma unos centímetros del suelo, colando debajo de la hoja la punta del pie y empujando, meneó la cabeza. “¿Está loco?”. Ágilmente, tras colocarse el filo sobre el empeine, el quel’dorei proyectó la espada de una patada certera hacia arriba, se incorporó, estiró ambas manos, tensando las cadenas, y agarró la empuñadura en el aire con las dos manos esposadas.

- Increíble

- ¡Bien hecho, Bheril! – exclamó el calvo.

El elfo se giró a mirar a su compañero. Con la espada en las manos, volvió al suelo y la utilizó para acercar el arma más próxima a las manos del hombre corpulento.

- Basta – interrumpió Galior, sacudiéndose la túnica. – Recoged las otras tres.

Los guardias obedecieron, ante las protestas de algunos prisioneros, que fueron rápidamente atajadas con los latigazos del capataz. Luego, los centinelas arrebataron las espadas del elfo y el hombre calvo. El primero no reaccionó mas que con una mirada desdeñosa, pero el hombre corpulento gruñó a los soldados, aunque entregó el sable sin protestar más.

- Me llevaré a esos dos. Los otros tres… - repasó la fila con la mirada – ese, ese y ese.

El dedo del Señor de la Arena hizo sus elecciones bajo la lluvia, que empezaba a ser torrencial. Después, Galior Senatio se dio la vuelta y desapareció por uno de los portones seguido por el criado del paraguas, mientras los reos eran conducidos de nuevo hacia el interior.

Bheril, con el cabello empapado y las ropas manchadas de barro, dirigió una mirada hacia atrás antes de desaparecer tras la puerta blindada.



 




Ciudad de Lunargenta – Año 78 a.a.P.O.

La Academia Militar de Lunargenta era un edificio amplio, de muros blancos como la luna llena y ventanales de cristal tintado en azul y oro. Los pendones de Quel’thalas ondeaban bajo el resplandeciente sol de la mañana, acariciados por una suave brisa, y el reflejo de los dorados pináculos de la ciudad destellaba en las alturas como estrellas diurnas.

Bheril ascendió los escalones, sonriente y seguro de sí mismo. Entró en el gran cuartel, buscando con la mirada la puerta correcta y arreglándose el uniforme de aprendiz antes de carraspear y llamar con los nudillos. A su alrededor, algunos soldados iban y venían, imponentes en sus armaduras pese a ser sólo las de entrenamiento. También pudo ver a algunos muchachos poco mayores que él, que se dirigían con sus instructores al campo de entrenamiento situado al otro extremo de la construcción.

Los batientes se abrieron y el Maestro Aldenar Thuor le miró con el ceño fruncido, tratando de ubicarle. Luego miró alrededor, como si esperase a alguien más. Bheril se llevó la mano al pecho y se cuadró, incapaz de dejar de sonreír.

- Sinu a’manore, Señor. Se presenta Bheril Hojazul, hijo de Beleth Hojazul – el chico continuó, al ver que el Maestro de Armas no decía nada y seguía observándole sin comprender qué hacía allí - Hoy es mi primer día. He sido asignado bajo vuestra tutela.

Aldenar Thuor ladeó la cabeza y observó la postura del muchacho, cruzando los brazos. Llevaba el largo cabello rojo recogido en un copete alto, y su semblante era severo. Luego asintió y le hizo un gesto hacia el interior.

- Entra, aprendiz.

Aldenar cerró la puerta cuando el joven hubo entrado, y se entretuvo pasando los cerrojos y echando las cortinas, mientras seguía hablando.

- Conozco a tu padre y a tu abuelo. Si tienes la mitad de su talento, saldrás de aquí convertido en un buen guerrero, pero no creas que te va a resultar fácil. El entrenamiento en la Academia de Lunargenta es el más duro de Quel’thalas. Nuestros principios de disciplina son estrictos, y…

Aldenar arqueó las cejas al darse la vuelta y guardó silencio. El muchacho estaba colocado en posición, en el centro de la sala, frente al espejo. Había tomado uno de los sables de instrucción y aguardaba, serio y en posición de guardia media, tal y como se comenzaban los entrenamientos. El Maestro de Armas observó su postura y su actitud, esbozó una sonrisa disimulada y se colocó frente a él.

- Muy bien. Pero este no es el verdadero principio, aprendiz Hojazul.

El chico arrugó el entrecejo y le miró, confuso. Aldenar le quitó la espada de las manos y la arrojó al suelo, a unos pasos de él. Después se dirigió a la estantería, tomó una tiza y trazó una línea sobre la tarima de madera, delante de los pies de Bheril, que observaba el proceder con sorpresa.

- ¿Sabes cual es la mayor tragedia del guerrero, aprendiz Hojazul? – preguntó el maestro, incorporándose.

- Um… ¿Perder su honor, señor?
- Esa es la mayor tragedia para todo hombre de honor, joven. También la del guerrero, sí. Pero para un guerrero, con honor o sin él, su mayor tragedia es ser desarmado. Y eso sucede constantemente en el combate real.
- Sí, señor.
- Ahora, empezaremos por el verdadero principio. Consigue la espada. Debes alcanzarla sin que tu cuerpo abandone completamente el espacio que hay detrás de la línea. Me da igual si mantienes dentro un dedo gordo o el pie, pero alguna parte de tu cuerpo debe estar siempre detrás de la línea. ¿Entendido?

Bheril tragó saliva, reponiéndose de su perplejidad y asintió.

- Sí, señor.
- Bien. Puedes empezar.