miércoles, 23 de marzo de 2011

7.- Combates

Arena de Tanaris, año 9 d.a.P.O.

Cuando Roland entró al foso, los gladiadores se alejaron unos de otros y abandonaron el entrenamiento. Cuatro hombres armados de la guardia personal de Garbel Senatio arrastraban a Samwell de los brazos, ensangrentado y casi inconsciente, detrás del capataz. En último lugar, el Señor de la Arena caminaba con su lacayo tras de sí.

Cybill apretó los dientes y Tom frunció el ceño.

- ¿Os creéis muy listos, eh? – escupió Roland, deteniéndose delante del grupo de campeones – ¿Quién está detrás de esto?

Los gladiadores se miraron, en silencio. Sólo Halazzi mantenía la vista al frente, fija no en el capataz, sino en el hombre que había tras él, vestido de sedas finas. Los guardias soltaron a Samwell sobre el suelo. El hombre de las trenzas exhaló un gemido dolorido y trató de incorporarse sin éxito. La sangre manaba de su rostro, tenía los ojos hinchados, la boca teñida de rojo y el semblante irreconocible a causa de los golpes. Como si aquello le asqueara, Roland alzó la fusta y le golpeó con tanta fuerza en las costillas que el joven volvió a derrumbarse sobre las losas.

- Ya basta – exclamó Tom, dando un paso adelante. Sus ojos resplandecían con furia - ¿Qué es lo que pasa? ¿De qué hablas?

- Ah, de modo que no lo sabéis – insistió Roland, con tono insidioso y burlón.

- No, no lo sabemos – intervino el Aniquilador, con una voz muy suave.

El capataz iba a decir algo más, pero Garbel Senatio se abrió paso con aire de gran señor y le hizo un gesto para que se callara. Luego observó a los cinco gladiadores, uno a uno.

- Vuestro amigo ha intentado escapar hoy – explicó, con mucha tranquilidad – Cuando estaba tomando el baño. Ha golpeado a los vigilantes, le ha roto el cuello a uno de mis hombres.

- Maldita sea – masculló Tom, cada vez más tenso. Cybill le puso la mano en el brazo, intentando calmarle.

Garbel Senatio asintió, mirándole con comprensión.

- Si. Es exactamente lo que yo he dicho, “maldita sea”. Es tan absurdo… mirad en qué estado está ahora. ¿Y todo por qué? – meneó la cabeza, mirándoles con perplejidad - ¿Le veis algún sentido? Tenéis éxito, fama, una buena vida dentro de lo que cabe. No estáis picando piedra en las minas, formáis parte de algo más grande que todo eso.

- ¡¡Somos esclavos, demonios!! – gritó Tom, sin poder contenerse - ¡¡No intentes maquillarlo como si estuviéramos en el puto paraíso!!

- ¡Tom!
La advertencia de Cybill llegó tarde. El corpulento gladiador se había abalanzado hacia adelante al hablar, e interpretándolo como una amenaza, Roland había descargado la fusta sobre su rostro. Esto sólo consiguió poner más nervioso a Tom, aunque las manos de Cybill y Daven le contuvieron en el sitio a duras penas. Ulf permanecía un par de pasos atrás, muy tenso, como un animal a punto de saltar. Halazzi parecía ajeno a todo, sólo miraba a Samwell y al Señor de la Arena alternativamente, sin mover un músculo.

- No me gusta que me interrumpan – dijo Garbel, frunciendo el ceño como un niño contrariado – Es de muy mala educación. Ponedle en pie.

Los guardias levantaron a Samwell y le encararon con sus compañeros. Él trató de enfocar la mirada en ellos, pero no parecía posible. Uno de sus ojos estaba cubierto por completo por una pátina rosada y sanguinolenta, el otro, casi completamente cerrado a causa de la hinchazón y amoratado.

- Alguien tendrá que encargarse de esto.

Tom abrió mucho los ojos y los fijó en Garbel Senatio.

- Ni lo sueñes – espetó en un susurro.

- La intrepidez de Samwell ha crecido mucho en los últimos tiempos – añadió Roland, dirigiendo la mirada hacia Halazzi – Era un deshecho antes de que tú le convencieras de lo contrario, ¿no es verdad?

Bheril permaneció en silencio. No estaba mirando al capataz. Sin embargo, Cybill intervino en esta ocasión, encarándose con el hombre del bigote.

- ¿De qué va esto? ¿Quieres culparnos? Samwell intentó escapar por su cuenta y riesgo, déjanos en paz. Nadie le ha convencido de nada.
- Ningún esclavo necesita muchos argumentos para ansiar su libertad – bramó de nuevo Tom.

Pero nadie les prestaba atención. Garbel Senatio hizo un gesto con la mano y los soldados soltaron a Samwell de nuevo. Esta vez, consiguió mantenerse en pie. A continuación, el señor de la Arena desenvainó la espada de uno de sus hombres y se la tendió al elfo, ofreciéndole la empuñadura.

Hubo un instante de confusión. Cybill protestó, Tom gritó algo y el resto de la escolta de Garbel desenfundó los aceros, dispuestos a mantener el orden. El resto de gladiadores que ocupaban el foso, algunos propiedad de Senatio y otros pertenecientes a Señores rivales habían detenido sus actividades y estaban observando la escena. Al interrumpir los entrenamientos, las cadenas que les mantenían unidos a los muros habían dejado de tintinear.

- ¡No puedes hacer eso! – exclamó la Cobra Negra, volcando su odio hacia el capataz.
- ¡Bheril, no lo hagas! – gritó a su vez Tom, intentando detener a su compañero.

Halazzi frunció un poco el ceño, pero cogió el arma y la sopesó en las manos. Luego rozó el suelo con ella tres veces, dando suaves golpecitos con la punta.
- ¡Bheril, no! ¡Despierta, maldita sea! – Tom se debatió furiosamente - ¡Qué demonios te ocurre! ¡Tu no eres así! ¡Nosotros no somos así, somos soldados!

Samwell alzó la cabeza y miró al elfo. En su expresión solo había abandono. Exhaló un resuello gorgoteante, oscilando mientras se mantenía tercamente en pie y unió las manos para inclinarse con respeto todo lo que fue capaz. Halazzi hizo otro tanto.

- ¿Estás listo? – preguntó entonces, y fueron las primeras palabras que se escucharon de su boca.

Samwell asintió.

El acero silbó en el aire y se hundió en el corazón del gladiador.

No hubo más sonido que su último aliento. Nadie gritó, ni sollozó. Sólo el suspiro de Samwell y el borboteo de la sangre al caer sobre las losas. Garbel Senatio esbozó una sonrisa cuando el cuerpo de Samwell cayó al suelo sin vida, pero se le borró de la cara cuando, después de que hubieran arrebatado de nuevo el arma al elfo, éste fijó los ojos azules, gélidos en él.

- Algún día te mataré – dijo Halazzi, con voz serena y expresión calmada.

Garbel Senatio tragó saliva. Aquellas palabras sólo habían puesto voz a la expresión de su mirada.

- ¿Es una amenaza? – preguntó aun así, manteniendo la compostura.

Halazzi negó con la cabeza.

- Es tu futuro.

Los soldados arrastraron el cuerpo de Samwell fuera del foso, dejando una huella roja y húmeda sobre las losas de piedra.


 

Isla de Quel’danas, año 67 a.a.P.O.

- Es tu futuro.
- ¿El qué?

Iranion señaló el sable, y Bheril asintió y sonrió, haciendo girar la espada. Acababan de terminar el entrenamiento en la playa y se sentía renovado y con buen ánimo. Iranion estaba ajustándose los guantes y recolocándose el cabello, aunque no se había despeinado lo más mínimo.

- Si, lo es. Una espada en la mano y un uniforme. Siempre lo he tenido claro.
- Tienes suerte. Tú puedes elegir.

El joven Hojazul se encogió de hombros, limpiando la hoja impoluta antes de envainar y sentándose sobre sus talones frente al mar, dispuesto a utilizar los últimos minutos que restaban hasta que sonara la campana para meditar.

- Todo el mundo puede elegir.

Acababa de comenzar el segundo año en la Isla de Quel’danas. Apenas había tenido un mes de permiso desde que finalizase el curso anterior, y estar de vuelta en las playas plateadas, en los barracones comunes donde ondeaban los estandartes, en los amplios pasillos y bajo la rutina disciplinada de los Hojalba no le resultaba ninguna tragedia. Quizá le hubiera gustado tener más tiempo para compartir con su familia en Bruma Dorada, pero también había echado de menos algunas cosas en aquel mes.

A Iranion Lamarth’dan, por ejemplo.

Con el tiempo, habían terminado convirtiéndose en inseparables. Él le había perdonado las Cosas que Tanto le Molestaban, y en opinión de Bheril, habían dejado de molestarle definitivamente. De hecho, seguían sucediendo con frecuencia y no siempre era culpa del joven Hojazul. También sucedían ahora otras cosas, diferentes y difíciles de explicar, sobre las que no había más conversación que cerciorarse de que ambos estaban bien al final. Y más allá de eso, las horas, los minutos y los días en su compañía transcurrían de una manera natural y agradable, entre conversaciones y silencios. Hablando en susurros cuando caía la noche, o sentados sin decir una palabra frente al mar, compartiendo el entrenamiento, las esperanzas y las ilusiones, los secretos y las fantasías, las penas y la amargura. De esto último, Bheril no es que tuviera demasiado.

- Bheril

El joven abrió los ojos, poniéndose en pie al escuchar a su camarada. Había percibido el tono de advertencia de su voz, y también estaba escuchando los pasos sobre la arena. Al levantarse y darse la vuelta, vio al grupo de muchachos uniformados que se acercaban.

- Vaya – murmuró – Ya estaba tardando en aparecer.

Iranion asintió, componiendo su mejor imagen de desdén regio y altivo. Bheril, por el contrario, solo colocó las manos en el cinturón y aguardó a que los cadetes les dieran alcance.

Sabía lo que iba a ocurrir en cuanto les vio colocarse en círculo alrededor de ellos. Sirion Laranthel dio un paso al frente y agitó sus cabellos rojos, con la perpetua cara de asco que le caracterizaba.

- Hola, idiotas.

Iranion suspiró. Bheril sonrió.

- Qué poca originalidad, Sirion – dijo, con la sonrisa bailándole en los labios – Esperaba una presentación más apoteósica.

- Cállate, idiota – replicó el joven Laranthel.
Bheril no era un joven pendenciero, pero Sirion Laranthel había sido un verdadero engorro durante todo el año anterior, y éste lo había empezado dispuesto a poner a prueba su paciencia. El corpulento joven era hijo de un noble que sentía cierta animadversión por su padre, Beleth Hojazul. Y no era el único. Bheril era consciente de que su familia no gozaba de las simpatías de un amplio sector de la alta nobleza, pero eso era algo que le resultaba absolutamente indiferente. Sirion, al parecer, había heredado de su padre esa fobia a su familia, seguramente alimentada por él. Que Bheril le derrotase en todos los combates no contribuía a que su trato fuera cordial y fluido, pese a que el joven Hojazul no sentía una especial animadversión hacia el pelirrojo. Solo le consideraba un poco necio, y poco original para las provocaciones y los insultos, tal y como estaba demostrando en ese momento.

- ¿Qué queréis? – preguntó Bheril. Era una mera formalidad. Sabía exactamente lo que querían. “Darnos un palizón”, pensó.

- Parece que tú y tu amigo el Lamarth’dan no tenéis lo suficientemente claras algunas cosas.

Iranion se había tensado y sus ojos rojos ya empezaban a brillar con la rabia contenida que le caracterizaba. Bheril chasqueó la lengua y suspiró. Sirion había movilizado a unos cuantos chavales para ponerles en su contra, era obvio, pues entre los rostros que le acompañaban, con muchos recordaba haber tenido conversaciones agradables. Iranion estaba crispado y les miraba a todos como enemigos, pero Bheril tenía más experiencia en estos asuntos y dio un paso al frente, soltándose el cinturón con la espada y empezando a desabrocharse la chaqueta del uniforme.

- Resolvamos esto como caballeros. Tú y yo, Laranthel. No hay necesidad de que acabemos todos revolcándonos por la arena como si fuéramos pueblerinos o barriobajeros, ¿no es verdad?

El joven pelirrojo pestañeó y pareció vacilar un momento. No esperaba que fueran ellos quienes tomaran la iniciativa, y menos de aquella manera. Ahora estaba atrapado y sólo podía aceptar el reto de Bheril, después de esas palabras no había más opción. Laranthel asintió y se despojó de la guerrera.

Entre las exclamaciones de ánimo de los demás y las palmadas en la espalda, Sirion y Bheril se colocaron en el centro del improvisado ruedo que habían formado sus compañeros. Iranion se retiró a un lado, mirándoles a todos con superioridad. Los dos rivales, con el torso al aire y las manos desnudas, se colocaron frente a frente.

- ¿Estás listo? – preguntó Bheril.

Laranthel asintió. Bheril saludó y comenzó el combate. Tan pronto como lo hizo, terminó. En diez segundos, Sirion arrojó tres puñetazos a Bheril, quien, tras esquivarlos con fluida rapidez, atrapó al muchacho más grande en una llave aprovechando la propia fuerza de su inercia y le hizo caer al suelo de rodillas, con los brazos retorcidos hacia atrás y el codo de Bheril en la nuca.

- Ya está. Has perdido. ¿De acuerdo?

Laranthel gruñó, y Bheril, algo enfadado ya, presionó más con el codo.

- ¿De acuerdo? ¡Date por vencido, demonios!

- No.

Se escucharon murmullos entre los jóvenes congregados. Luego empezaron a alzarse las voces.

- Te ha ganado, Sirion. Acéptalo.
- Sí, ya está terminado.
- ¡No tenemos por qué estar siempre igual! – insistió Bheril - ¡Esto acaba aquí! ¿De acuerdo?

- ¡Vale! ¡Vale! – aceptó Sirion, humillado pero impotente.

El resto de los chicos asintieron. Bheril soltó a Laranthel, que se incorporó y recogió su chaqueta, marchándose a grandes zancadas, hecho una furia. Los congregados le imitaron con mas calma, y algunos saludaron a Bheril e Iranion con reconocimiento. El joven Hojazul, un punto irritado, recogió su guerrera y se la puso de cualquier forma, volviendo a sentarse sobre los talones para meditar.

La arena susurró a su lado cuando Iranion le imitó. Bheril le miró de reojo. Fue incapaz de descifrar la expresión de su mirada carmesí. Lo único que Iranion dijo fue:

- Abróchate el uniforme.



domingo, 20 de marzo de 2011

6.- Código



Arena de Tanaris, año 8 d.a.P.O.

Garbel Senatio se limpió los dedos en un cuenco de agua clara. Se los secó con una toalla perfumada con limón y echó un vistazo alrededor. El espectáculo estaba siendo un éxito rotundo, a juzgar por las reacciones del público. Los espectadores chillaban hasta romperse las gargantas, golpeaban las rejas, coreaban los nombres de los gladiadores y agitaban sus pañuelos coloridos. Arriba, la tarde estaba despejada y clara, de cielo azul. El sol de Tanaris quemaba, pero bajo los toldos, los Señores de la Arena estaban protegidos de los abrasadores rayos. No se podía decir lo mismo de los luchadores que acababan de pisar la arena.

El tratante sonrió. Todo estaba saliendo a pedir de boca, y mientras retiraban a los caídos en el combate anterior y el goblin del megáfono presentaba al siguiente monstruo, se removió con complacencia en su asiento. Los aficionados comenzaron a chillar y vitorear al ver aparecer a la enorme criatura arrastrando el mazo tras de sí. El suelo retumbaba bajo sus pies. Y entonces se abrió la verja del foso y el público enloqueció cuando Tom saltó a la arena, con el rostro pintado de negro y rojo y rugiendo como un animal salvaje.

- ¡Si, aquí están! – gritaba el goblin - ¡Dispuestos a plantar cara al Ettin de las Tierras Altas, las estrellas de Garbel Senatio! ¡Tom el Grande! ¡Ulf el Gigante! ¡Aniquilador! ¡Oh, esto está que arde, amigos!

La concurrencia comenzó a armar jaleo, excitados y sedientos de emociones fuertes. Era la primera vez que Garbel permitía que sus cinco cabezas de cartel lucharan juntos. Miró de reojo a Roland, que se mesaba el bigote.

- Espero que lo consigan. Estos chicos me están haciendo de oro.

Roland le mostró una sonrisa de dientes amarillos y luego asintió con la cabeza.

- Lo conseguirán. Hace días que entrenan juntos.

Cuando Cybill salió a la arena, alzando los sables y dando una vuelta elegante y felina, los gritos desbocados aumentaron de tono. La Cobra Negra se había hecho muy popular desde que, semanas atrás, arrancase los ojos a uno de sus rivales y los arrojara al público como un regalo. Garbel arrugó el entrecejo.

- ¿Entrenan, o les entrenas?

Roland ladeó la cabeza e hizo un gesto de molestia, como si le hubiera dado un tirón.

- Les entreno, claro – corrigió – Y cuando pelean juntos, son mucho más letales. Si algún grupo puede derribar al ettin, son ellos.

El tratante asintió y volvió los ojos hacia la arena. Halazzi acababa de aparecer bajo el rastrillo del foso, y los espectadores coreaban su nombre al unísono, mientras el goblin le presentaba con el efectismo de siempre.
- Su leyenda va desde el norte de los Reinos del Este hasta el sur de la Vega de Tuercespina… su nombre despierta estremecimientos cuando se susurra en las sombras, frente a las hogueras. Letal como el viento, dicen que son las alas de la muerte las responsables de su velocidad, el aliento del inframundo lo que le hace tan resistente. Invicto hasta el día de hoy, el lince de los bosques élficos, el terror de los Amani, la parca de Quel’thalas …¡Halazzi!

Garbel frunció el ceño, inclinándose hacia delante. Ya se había convertido en una tradición. Los maestros de ceremonias presentaban a Halazzi, y él se quedaba quieto, bajo el puente de metal levantado, mirando al frente, serio e inmóvil. Después, levantaba el rostro y le miraba a él, estuviera donde estuviese. Siempre le encontraba y le miraba. Luego golpeaba la arena tres veces con el filo del arma, muy suavemente, y entraba al campo de batalla con un caminar tranquilo y exento de temor.

A la gente, aquello les hacía enloquecer. La indiferencia, el aire críptico y misterioso del elfo, la limpieza con la que ejecutaba los combates, la agilidad y la astucia con la que obtenía cada victoria. En su fuero interno, Senatio deseaba que el ettin fuera derrotado y poder contar con sus estrellas, intactas, para seguir enriqueciéndose. Pero por otra parte, la mirada de Halazzi le inquietaba de un modo que no sabía explicar, y a veces deseaba que muriera. Luego se convencía de que eran imaginaciones suyas y no tenía nada que temer.

Chasqueó la lengua, tomó la copa y se concentró en observar lo que ocurría detrás de la cúpula de metal trenzado.

Abajo, Tom tenía los dientes apretados y miró de reojo a Bheril cuando le vio aparecer.

- ¿Cómo lo ves, compañero? – le preguntó entre dientes.

El elfo estaba observando al enorme monstruo, con la espada en una mano y la garra en la otra. Negó con la cabeza.

- Estad tranquilos. Mantened la calma y el control a toda costa. Recordad el dos.
- Coraje – dijo Cybill, asintiendo – Con miedo no existe la vida.
- El miedo no es útil – repitió Daven, el Aniquilador, con una voz muy serena – He de reemplazarlo por coraje y precaución. Evalúa, busca sus puntos fuertes, cuídate del peligro del enemigo, pero enfréntalo sin arredro.
- Exactamente. – asintió Halazzi – Ahora, cuando suelten esas cadenas, el ettin vendrá directamente hacia nosotros. Cuidado con los barridos de su maza. Nosotros tenemos que castigar sus piernas. Buscad los tendones tras las rodillas, esquivando sus golpes y procurando que no os pise. Fijaos en su cuello. No puede volver la cabeza hacia atrás, así que buscad su espalda.
- ¿Y cuando caiga? – preguntó Ulf.
- Cuando caiga, esperemos que se lo lleven. Si no, tendremos que matarle.

Los cuatro luchadores asintieron. Las cadenas se soltaron y el ettin bramó, abalanzándose sobre los gladiadores, con la maza girando sobre su cabeza.

Bheril respiró, aguardando al último momento. Sus ojos se volvieron duros y fríos, con la claridad vacua de aquellos que ya han convertido a la muerte, propia y ajena, en una parte de sí mismos. La capa ondeó cuando se apartó de la trayectoria de la maza, y el combate comenzó, para júbilo y emoción de los espectadores.






Aldea Bruma Dorada – Casa del Roble - Año 68 a.a.P.O.


El viento primaveral agitaba las hojas de los tilos en el jardín. Entre los cuidados parterres de Beleth y los troncos de los árboles, la luz del amanecer se escurría con un destello gris y plateado, húmedo de rocío.

El primer rayo de sol besó el filo de la espada, acompañado por la inspiración lenta. En los oídos, el susurro del viento y el canto metálico de la hoja afilada. En la piel, el beso de la brisa y el hormigueo de la sangre que camina en las venas. El tacto de la empuñadura entre las manos, el olor de las flores nuevas cosquilleando.

Los tres elfos se movían con lentitud y precisión, colocados en línea, encarando al sol naciente. Con las armas entre las manos, ejecutaban los movimientos básicos de las posiciones de ataque y guardia, y en un fluir suave iban cambiando de una a otra, con tanta coordinación que parecían estar ejecutando una coreografía.

En el centro, el más anciano de los tres dirigía a sus dos descendientes, cubierto por una toga azul de mangas largas que se había remangado en los antebrazos. Tenía la cabellera castaña veteada de blanco y la barba recortada; entrecerraba los párpados con expresión de concentración. Las arrugas de la madurez se marcaban en los extremos de sus ojos rasgados, y en sus manos nudosas palpitaba la energía de un corazón que aún no está cansado. La mirada azul de Neldarion mantenía un brillo constante, animado y expresivo mientras se movía como un bailarín en una danza muy lenta, con una gracia y exactitud que sólo podía exhibir un maestro de armas. Dueño y creador de su propia escuela, en sus manos, la espada parecía la última pluma en el ala de un ave.

A la derecha, el hijo de Neldarion mostraba el porte sereno y contenido de los soldados. Menos apasionado que su padre, sus movimientos eran más leves, casi tímidos, pero seguros. Conocía bien cada paso, pues había repetido el entrenamiento cada uno de los días de su vida desde que decidió entregarla al Arte de la Guerra.

A la izquierda, el joven Bheril mantenía los brillantes ojos fijos en las copas de los árboles y la mente concentrada en el estado de vacío que había alcanzado al fin. En la piel, el beso de la brisa, en los oídos el canto del acero, el tacto de la empuñadura en las manos. Su uniforme rojo, abierto hasta la mitad del pecho, contrastaba con los colores apagados, azules y grises, de las togas de su padre y su abuelo. Sin embargo, parecían tres caras de una misma alma en aquellos preciosos momentos arrancados al alba, mientras Neldarion dirigía el entrenamiento de disciplina matinal y les envolvía la solemnidad y el abrazo seguro de la tradición.

No era un ritual. Era más que eso. Era el significado de todas las cosas, la guía de sus almas.

Bheril consideraba el entrenamiento familiar y la disciplina de Hojazul como el pilar fundamental de su persona, la base sobre la cual estaba construyéndose el hombre que quería llegar a ser. Lo atesoraba y participaba en él con reverencia y respeto, sintiéndose parte de algo importante, grande, que iba mas allá de él mismo. Aquel día, en uno de los escasos permisos que la academia de los Hojalba asignaba a sus acólitos, Bheril había tomado el vuelo antes del amanecer para llegar a casa a tiempo para la rutina del jardín.

- Mi espada, mi alma. Mi espada, mi cuerpo. Soy mis armas – dijo Neldarion, en un tono suave, como un mantra.

Elevó el filo, y los tres filos se elevaron, mientras reculaban un paso atrás, extendiendo la pierna lateralmente para balancearse mientras lo hacían girar hacia una posición perpendicular.

- Mi corazón no teme a la muerte. Mi corazón está preparado para vivir como es debido. Para morir cuando haya de morir. – pronunció Beleth, en el mismo tono.

Adelantaron el cuerpo y la punta de sus armas se proyectó hacia delante, cruzando justo en el espacio en que el sol había conseguido colar uno de sus rayos entre las ramas. Las espadas destellaron.

- Mi mente está libre. Todo está vacío – continuó Bheril. Ya no le temblaba la voz cuando era su turno. – Ahora puedo buscar la perfección, desde el verso hasta el golpe del filo.

Levantaron de nuevo las relucientes hojas, y extendiendo un brazo hacia atrás, inclinándose, rozaron el suelo con el extremo, arrancando un susurro a las briznas de hierba al acariciarlas.

- Rectitud. Yo soy mi justicia – comenzó a enumerar Neldarion. Cada norma, cada paso del camino, era un golpe o una posición. Bheril las conocía todas, y con cada una de ellas, las palabras volvían a sembrarse en su corazón, las semillas se removían y sus significados se avivaban como las llamas de un fuego que nunca moría – Coraje. Con miedo no existe la vida. Respeto. El fuerte no necesita demostrar que lo es.

- Honestidad – siguió Beleth, mientras los sables danzaban al ritmo de las palabras pronunciadas como un rezo – El veraz siempre reconoce la verdad.

La rutina se rompió por un instante fugaz. Con un matiz que habría pasado desapercibido para cualquiera que no la conociera. Pero Bheril sabía que nunca se miraban entre ellos mientras realizaban los Pasos del Camino, y en aquel momento, en el reflejo de su arma, vio la mirada de su padre y un asentimiento leve.

Se lamió los labios y sintió que el corazón se le ensanchaba en el pecho. Obligándose a mantenerse en ese estado de mente limpia, blanca, sin pensamientos, hizo girar el arma hasta colocar la hoja junto a su rostro, apuntando hacia delante, y lanzar el picado perpendicular, ejecutado con absoluta lentitud y control, sin que ninguna emoción le hiciera temblar las manos. Y fue él quien, con el permiso de sus mayores, terminó, por primera vez, de enumerar el Camino.

- Honor y lealtad. Mis palabras son las huellas, mis actos son los pasos.

- Este es el Camino de Hojazul – dijo entonces Neldarion – Soy mis armas.

Los tres unieron los pies y tomaron la empuñadura con ambas manos, con el arma apuntando hacia abajo. Respiraron seis veces y después limpiaron el filo, inmaculado y brillante, en sus pecheras, antes de envainar.

Entonces, al fin, con timidez, el sol salió por detrás de las copas de los árboles.

martes, 15 de marzo de 2011

5.- Beso


Arena de Tanaris, año 8 d.a.P.O.

En el foso de los gladiadores reinaba la agitación. Pequeños goblin verdes correteaban de acá para allá, abriendo las prisiones y sacando a los combatientes para prepararles. Tiraban de sus cadenas, les golpeaban con los garrotes si mostraban resistencia o realizaban movimientos peligrosos, les espetaban a gritos que se movieran. Las voces rápidas y chirriantes de los goblin combinaban a la perfección con el sonido de las puertas de las celdas, de bisagras duras y oxidadas.

- Tu, por aquí.

Cybill gruñó cuando tiraron de sus cadenas, separándola de su grupo. Buscó a sus compañeros con la vista. Tom el Grande la miraba de lejos con cierta expresión de preocupación, mientras los goblin la empujaban para que se abriera paso entre el personal. Los ojos azules y distantes de Halazzi, en cambio, estaban más cerca. A él también le estaban llevando a donde quiera que iban.

- Vamos, vamos. ¡Vamos!

Como siempre, había mucha prisa. Pero aquel día era especial. El espectáculo de la noche iba a contar con la asistencia de varios príncipes comerciantes, por lo que se habían organizado eventos más vistosos de lo habitual. Los sótanos de la Arena estaban invadidos por los médicos, los representantes, masajistas y afiladores, que revisaban tanto a los luchadores como las armas y los aparejos para que todo estuviera perfecto.

Después de atravesar las galerías de paredes blancas y ecos infinitos, Cybill se vio precipitada a través de una cortina roja al interior de un cuartucho de paredes encaladas en el que había dispuestos dos taburetes frente a dos mesitas llenas de vasijas y botes de cerámica. En un rincón, un baúl abierto vomitaba una enorme capa de piel anaranjada y un par de prendas negras que la joven no pudo identificar. Había velas y lámparas azuladas en abundancia, por lo que el pequeño recinto estaba sobradamente iluminado, en contraste con el resto del sótano.

- Sentaos - dijo una chica goblin que aguardaba en la habitación. Otra estaba disponiendo más frascos sobre la mesa.

Cybill obedeció, tras ser empujada por los garrotes de los truhanes. Colocó las muñecas encadenadas sobre el regazo, mirando con desconfianza a la criatura. El taburete a su izquierda crujió peligrosamente cuando el altísimo elfo hizo otro tanto.

- Bien - dijo la goblin que llevaba la voz cantante - Carolyne, ocúpate tú del orejas picudas. Yo me encargo de la tuerta.

Los guantes de goma repicaron al percutir sobre las manos de la goblin. Luego sonrió y se acercó a Cybill, que tragó saliva. Sin embargo, su miedo se disipó al instante cuando vio lo que estaban haciendo allí. El tacto frío del maquillaje sobre su rostro apenas le sorprendió. Cerró los ojos y dejó trabajar a la pielverde.

No les llevó mucho tiempo tener listos a los dos gladiadores. Cuando les indicaron que podían ponerse de pie, Cybill pensó en un espejo. Pero no había ninguno.

- Ya estáis preparados - dijo la tal Carolyne, limpiándose las manos en un trapo. - Dales los trajes.

La otra goblin sacó las prendas del baúl y dejó la capa de piel y otros ropajes peludos frente a Halazzi. A Cybill le arrojaron una suerte de corsé de cuero negro y un pantalón tan escuálido que más bien parecía ropa interior. Antes de que pudiera decir nada, sonaron las campanas y empezó a hacerse el silencio en el foso. En el exterior, resonó un cuerno penetrante. Cybill miró hacia arriba instintivamente. Las peleas estaban comenzando.

- Vámonos, Dilada - dijo Carolyne, saliendo del cuartito - vosotros, vestíos y estad preparados para Garbel. Sois las estrellas de su grupo.

- Y mucho cuidado con hacer alguna tontería - añadió la otra - Los truhanes van a quedarse en la puerta para vigilar que sois buenos chicos. ¡Hasta otra!

La cortina se agitó y Cybill emitió un suspiro hastiado, recogiendo el corsé del suelo.

- Esto es el colmo - farfulló a media voz - Además tengo que vestirme como una puta. Muy bien - añadió, con tono venenoso - entonces seré la más zorra. Si quieren espectáculo, se lo voy a dar.

Prácticamente se arrancó la ropa, y luego se embutió en las prendas de cuero a duras penas. Llevó los dedos a los cordones del corsé para cerrarlo, pero estaban en la espalda y no los alcanzaba. Entonces se acordó de que no estaba sola. Miró de reojo a su lado y vio a Halazzi.

Por unos momentos se quedó quieta, solo mirándole.

Le habían peinado los largos cabellos con raya en medio, de modo que la melena color miel enmarcase sus facciones. Alrededor de los ojos habían dibujado puntos blancos, al estilo del maquillaje trol, y los habían delineado con pintura negra, acentuando aun más su forma rasgada y resaltando el intenso azul oscuro de sus ojos. Pigmento anaranjado y blanco en sus mejillas y nariz imitaban el pelaje y el hocico de un felino con bastante realismo. Varios collares de huesos y colmillos colgaban sobre su pecho desnudo, y no llevaba ninguna otra prenda mas que los pantalones de piel vuelta que aún estaba poniéndose. Por un instante, Cybill vio el atisbo fugaz de la compacta curva de sus nalgas, y antes de poder dirigir la mirada a otra parte menos embarazosa, o tal vez más, Halazzi terminó de subirse la ropa de un tirón y abrochó los cordones con fuerza. Agarró la capa de piel, se la echó por los hombros y la cerró con tanta soltura como si la hubiera llevado toda la vida. Por supuesto, la capa no era otra cosa que el pellejo completo de un felino pardo rojizo, cuyas zarpas estaban cosidas a modo de hombreras. En conjunto, el elfo había terminado luciendo el aspecto de una suerte de híbrido selvático, majestuoso y fantástico.

- ¿Puedes ayudarme? - dijo Cybill al fin, cuando terminó de admirarle.

Halazzi volvió el rostro, como si se sorprendiera de que le estuviera hablando a él. Ella, con las manos a la espalda para evitar que el corpiño desbordase, se dio la vuelta para mostrarle el problema, mirándole por encima del hombro. Al momento, los dedos cálidos y ásperos del gladiador se adueñaron de los cordones del corpiño y comenzaron a ajustarlo con una maestría y habilidad que arrancaron una risilla a la joven.

- Normalmente, a los hombres se les da mejor desvestir a las chicas que vestirlas - dijo, a media voz - ¿Eras sastre antes de ser gladiador?

Un fuerte tirón le hizo contener un gemido, luego sintió el nudo firme y apretado y los dedos desaparecieron de su espalda.

- Soldado. - Halazzi la tomó por los hombros con suavidad y miró alrededor antes de arrancarse uno de los collares que le habían colgado al cuello y ponérselo en la mano. Era un enorme colmillo. - Ve con mucho cuidado en la arena - añadió. El elfo gato le hablaba con tono severo - A los hombres no les gusta que una mujer les supere. Lo sienten como una humillación, así que serán previsores y querrán humillarte a ti desde el principio. No se lo permitas.

Cybill no pudo disimular su sorpresa ante las palabras y los gestos de Halazzi. Seguía manteniendo esa mirada distante y el aspecto de encontrarse perdido entre la realidad y alguna clase de sueño, como si realmente sólo su cuerpo se encontrase aquí y su mente parpadeara de cuando en cuando, iluminando los preciosos ojos azules. Y a pesar de ello, había cierta preocupación en el modo en el que le aconsejaba. No pudo evitar sentirse levemente conmovida.

Asintió y cerró los dedos sobre el colmillo. Con eso podría sacarle el ojo a alguien. Luego, impulsada por un fuerte sentimiento de gratitud y ternura, se subió al taburete y puso las manos sobre los hombros del elfo, se inclinó y le besó en los labios con fuerza.

- Alguien como tú no debería estar aquí - declaró, al separarse de él.

Halazzi no parecía demasiado afectado por el beso. Frunció el ceño con curiosidad, pero eso fue todo. Luego se dio la vuelta y dejó de mirarla.

- Ninguno deberíamos estar aquí.







Isla de Quel’danas, año 68 a.a.P.O.

- Ninguno deberíamos estar aquí - susurró el quel'dorei, tirando de la manga de su compañero - Nos la vamos a cargar.
- Bueno, eso será si se enteran.
- ¡Bheril!

El joven Hojazul reprimió una risilla.

- ¡Bheril! ¡Bheril! - le imitó, en el mismo tono, muy bajo, de voz - Te escandalizas como un aya anciana. Venga, solo voy a echar un vistazo. Quiero ver si Alayne está ahí.

Iranion le miró con franco desdén, tal cara de asco que sólo le hubiera faltado escupir, para regocijo del chico más alto, a quien le encantaba chincharle.

- Esto es una estupidez - determinó al fin, volviendo la vista con aire altivo.

Caía la tarde en Quel'danas y las estrellas habían comenzado a enjoyar el firmamento color añil. Los dracohalcones volaban bajo, las patrullas aéreas cambiaban de ronda y el templo de la Fuente del Sol, con sus brillantes cúpulas doradas reflejando la luz rojiza del ocaso, ofrecía un espectáculo digno de ser contemplado. Y Bheril lo contemplaba y lo admiraba en silencio, mirando de reojo todas las maravillas que le rodeaban mientras trepaba a la valla del monasterio del Amanecer, ayudándose con una hiedra que ya había sufrido dos intentos anteriores y habría suplicado clemencia si pudiera hablar.

Iranion se había cruzado de brazos, apoyando la espalda en el muro, y miraba a su compañero con aire reprobatorio. No había dejado de refunfuñar en todo el camino y tampoco dejaba de hacerlo ahora, pero a Bheril le daba igual. Apuntaló bien los pies en los ladrillos y volvió a intentar la escalada.

- No pensaba que eras de los que desperdiciaban el poco tiempo libre que tenemos en cosas como esta - insistió Iranion, susurrando - Es una vulgaridad.

- A mi no me lo parece - respondió Bheril. Había conseguido ascender unos pasos más y las ramas de la enredadera se quejaban al doblarse bajo sus botas - Vigila por si vienen los centinelas.

- ¿Que vigile? - Iranion creía no haber oído bien. Sí, hombre, eso era lo que le faltaba.

- Iran, por favor - insistió Bheril, componiendo su mejor expresión de súplica.

Al joven Lamarth'dan debió conmoverle, porque resopló y volvió a poner cara de asco, pero se adelantó un poco hacia el camino para echar un vistazo.

Estaba prohibido merodear sin autorización por los alrededores del templo del Amanecer, pero realmente Bheril necesitaba ver a Alayne. Y necesitaba arrastrar a Iranion consigo, aunque no podía decirle el motivo. Por supuesto, y como siempre, el noble ya había sacado sus conclusiones, tal era su costumbre. Lamarth'dan siempre construía sus suposiciones sin molestarse en preguntar, y solía juzgar bastante mal a Bheril, pero a él aquello también le resultaba divertido. Sobre todo que su amigo descubriera que estaba equivocado.

- No viene nadie - susurró el elfo de cabellos blancos al regresar bajo la hiedra - Pero date prisa a lo que sea que has venido.

- No voy a espiar a las chicas, tranquilo.

- No, claro que no - repuso Iranion - Ahí subido, sin permiso y atisbando tras la valla no estás espiando, estás cantando una ópera.

Bheril se aguantó la risa y se concentró para seguir subiendo sin romperse la crisma.

Hacía ya dos meses que entrenaban juntos a diario, y aunque no habían empezado bien, finalmente habían desarrollado lo que Iranion había denominado "una relación cordial", pero que Bheril consideraba amistad. Cuando el joven de los ojos rojos entró en la dinámica del entrenamiento, todo comenzó a discurrir de manera natural. Pronto entablaron conversaciones con facilidad, y aunque Bheril siempre tenía la sensación de que para Iranion eso de contarle sus cosas a alguien era una experiencia totalmente nueva y a la que se enfrentaba con cierta inseguridad, supo alentarle y evitar que se sintiera amenazado por hacerlo.

Todo iba bastante bien, y Bheril se sorprendió encontrando en el joven Lamarth'dan un compañero con quien podía disfrutar de ciertas cosas que no tenía ocasión de compartir con nadie más. A ambos les gustaba leer, el arte y la música, y también la historia. Iranion tenía una formación muy amplia y un gusto exquisito, de los que Bheril supo extraer conocimientos nuevos. Realmente le podía considerar su mejor amigo en aquellos días.

Y como había hecho algo no hacía mucho tiempo que había ofendido a su mejor amigo de un modo espectacular, se encontraba allí, encaramado a una tapia de tres metros y medio de altura con objeto de repararlo.

- ¡Bheril!

Nada más llegar a la cima de la valla, la voz dulce de Alayne le saludó con una mezcla de temor y sorpresa. El chico ladeó el rostro, a horcajadas sobre el muro, y la saludó con la mano.

- Hola, Aly. ¿Has podido traerlo?

Alayne asintió. Estaba preciosa en su toga azul de novicia. Levantó el paquete envuelto y atado y lo lanzó hacia arriba con fuerza, sosteniendo el cabo de la cuerda. Bheril lo atrapó al vuelo.

- Gracias - sonrió él - La próxima vez que nos veamos te daré una flor.
- Siempre me das una flor - le reprochó Alayne, con una sonrisa.
- Entonces, dos. ¡Tengo que irme!

Se despidió de ella con la mano y aguardó hasta ver cómo desaparecía corriendo entre el jardín y los arcos del convento. Luego se giró hasta quedar sentado con las piernas colgando hacia la cara exterior y saltó, sujetándose sólo a un reborde de la enredadera.

Iranion se apartó con elegancia de su trayectoria de caída y le escrutó con severidad. Bheril se sacudió los pantalones del uniforme y le sonrió con gesto inocente.

- ¿Y bien? - preguntó el Lamarth'dan - ¿Para qué tanto misterio? ¿Para algo más que para visitar a tu novia?

Bheril soltó una risa demasiado alta y tuvo que taparse la boca. Los ojos de Iranion echaron fuego por un momento, y luego se puso en camino sin mirar atrás, a paso rápido y digno. Bheril le alcanzó enseguida y se situó a su lado.

- Es mi prima. Y esto es para ti.

Le tendió el paquete. Iranion lo miró con desconfianza y, finalmente, lo cogió y apartó el papel con cuidado. Al ver lo que contenía, se detuvo. Todavía no habían abandonado el jardín exterior del monasterio y aún era peligroso merodear por allí, pero Bheril no se quejó. Simplemente disfrutó del momento igual que había disfrutado de la cúpula dorada y del viento en el rostro.

- Tyrel el Negro y la joya de Marillion - leyó Iranion, bajando el tono. Luego miró a Bheril y asintió con dignidad, aunque en sus ojos había un brillo de emoción - Gracias. No era necesario.

Bheril sonrió.

- No hay de qué. ¿Te gusta?

El joven Lamarth'dan esbozó una sonrisa casi completa y asintió, mirándole con curiosidad.

- Si... me gusta mucho.
- Perfecto - dijo Bheril. Estaba realmente alegre, y quizá llevado por la emoción, no pensó demasiado. Simplemente se acercó, dando un paso con naturalidad, y volvió a hacer Lo Que a Iranion Molestaba Terriblemente.

Esta vez duró un poco más. Al instante, Bheril supo que Iranion se enfadaría de nuevo, así que decidió que ya que no había sido capaz de resistir la tentación, tendría que aprovecharlo al máximo. Cuando se volvió imposible prolongar la situación, se apartó y vio que Iranion había cerrado los ojos. Cuando los abrió, la furia iluminó sus pupilas con una llamarada rabiosa.

Bheril esperó pacientemente a que dijera algo, puesto que le correspondía a él hacerlo. Iranion se limitó, durante varios segundos, a observarle como si quisiera matarle con esa mirada, y después le estrelló el libro contra el pecho con desprecio. Bheril lo cogió.

- No vuelvas a dirigirme la palabra - susurró el Lamarth'dan, en un tono de dignidad herida.

Después se dio la vuelta y se dirigió de regreso hacia el cuartel, con el caminar de aquellos a quienes el mundo parece tener que pedir perdón por algo. Bheril se colocó el libro bajo el brazo y contempló su silueta alejándose, con los ojos muy brillantes. Se pasó la lengua por los labios y no pudo evitar sonreír.

- Segunda vez - se dijo a sí mismo.

Regresó al cuartel, meneando la cabeza y riendo de vez en cuando con suavidad, mientras se preguntaba cuántos días le duraría el enfado a Iranion en esta ocasión. Y cuándo y cómo tendría lugar la tercera.