domingo, 13 de noviembre de 2011

8.- Contacto

Arena de Tanaris, año 9 d.a.P.O.




- Vamos, vamos. No os rezaguéis.


Roland empujaba a las seis muchachas a lo largo de las calles polvorientas de la ciudad goblin. Un sol de justicia abrasaba los toldos coloreados y acentuaba los olores de las mercancías a la venta: piezas de carne rodeadas de moscas acechantes, fruta fresca que empezaba a dejar de serlo, pescado de la costa. Mientras caminaban, cubriéndose con los velos y atropellándose a pasos cortos de pajarito, las chicas mantenían la mirada baja, conscientes de la atención que se dirigía hacia ellas al verlas pasar, con sus perfumes y sus sedas coloridas.


Liah había cerrado los dedos en el vestido de su compañera, una humana desconocida que estaba delante de ella en la fila. El corazón le golpeaba con furia en el pecho. Todo aquel ruido, esa ciudad extraña, la asustaban y la ponían nerviosa. Las gallinas y los gansos cacareaban muy alto, y los mercaderes gritaban más alto aún, hacía demasiado calor, el sol le hería los ojos y le quemaba la piel, y además todo el mundo era bastante desagradable.


- Por aquí, venid.


Roland las guió bajo un palio formado por varios toldos descosidos bajo el cual un grupo de goblins estaban recogiendo apuestas, rellenando sus extrañas cartulinas y legajos con puntuaciones y cifras. El gran edificio de la Arena se alzaba ante ellas, tapando el sol hiriente y dándoles la bienvenida con una sombra fresca y húmeda. Liah alzó los rasgados ojos verdes y emitió una exclamación velada.


- ¿Nunca habías estado antes? - le preguntó Nina, la humana a la que se había aferrado. Habló en un susurro, mirando hacia atrás parcialmente mientras caminaban hacia una de las puertas de acceso habilitadas para los trabajadores del lugar.


Liah negó con la cabeza.


- El señor Roland me ha contratado en el barco. Es la primera vez que piso Gat... Gad...


- Gadgetzan - la ayudó Nina. Se sonrieron. - ¿Y has estado con gladiadores antes?


Liah asintió, de nuevo sin palabras. Compartieron una expresión de resignación. Trabajar con los gladiadores era complicado más de una vez, aunque estaba muy bien pagado. No era lo más peligroso de su profesión, había cosas mucho peores, pero en ocasiones sucedían accidentes. Todas lo sabían en el gremio, y aun así, cuando la necesidad apremiaba o el precio era bueno, no pocas se arriesgaban a hacer un servicio en la Arena.


Atravesaron los laberínticos corredores del foso, pasillos de piedra iluminados con velas y blandones mortecinos, y llegaron finalmente al área donde el patrón tenía a sus hombres. Roland se detuvo y sacó un manojo de llaves, conduciéndolas hasta las estrechas jaulas. Dentro, los combatientes les observaban con ojos brillantes y hostiles.


- Bien, ya estamos - dijo el capataz.


"Parecen animales", pensó Liah, atisbando tras el brazo de su compañera. No era solo que lo pareciesen, sino que estaban caracterizados como tales: vestidos con pieles, otros con plumas, y maquillados con pintura negra, amarilla, azul o roja. Los combates habían emborronado un poco los trazos, pero Liah pudo distinguir a una mujer a la que habían pintado escamas verdes y que estaba ataviada con mudas de piel de serpiente. Se respiraba el olor penetrante del sudor y de la sangre, y aunque el espectáculo en la Arena había terminado hacía ya más de dos horas, aún había personal de asistencia yendo y viniendo con cubos de agua, parloteando entre sí y finalizando sus labores. Un grupo de soldados armados acudieron junto a ellos a una señal del capataz y formaron frente a las prisiones.


- Hoy habéis luchado bien - dijo Roland, cruzando los brazos y mirando a los combatientes. - El señor Senatio es generoso y os envía estos presentes. Pero no os extralimitéis. Vendré a recogerlas a media noche.


Acto seguido, abrió la primera jaula, y la primera chica se metió dentro. La llave giró y el candado volvió a cerrarse. La muchacha miró a su espalda nerviosamente y después sonrió al hombre que aguardaba en el interior: Era enorme y tenía las facciones extrañas, el cabello muy rojo. Al verla, los ojos del hombre brillaron intensamente con algo parecido al hambre. 


Una tras otra fueron encerradas. Liah sentía los latidos del corazón en los oídos cuando llegó su turno. La puerta se abrió, la mano del capataz la empujó con suavidad al interior y después se escuchó el chasquido metálico del candado.


- Pasadlo bien.


Los guardias se marcharon y se quedaron solos. Ellas y los gladiadores, y la luz vacilante del único blandón que brillaba en el habitáculo de piedra. "Ojalá me haya tocado la chica serpiente", pensó, alzando la mirada poco a poco. Pero los pies descalzos y fuertes que vio en primer lugar no eran de mujer. "Bueno, al menos espero que vaya bien". 


Al levantar los ojos hasta el rostro de su acompañante, con una sonrisa insegura, entendió por qué habían ido a buscarla al barco. Una mezcla de sorpresa y angustia le atenazó la garganta. El hombre que tenía delante no era un hombre, era un elfo de su misma raza, un quel'dorei. Las largas orejas, las formas poderosas pero bien definidas de su torso desnudo y los rasgos de su rostro no dejaban lugar a dudas, así como tampoco el resplandor azul de sus pupilas, aunque fuera leve y agonizante.


- Oh, vaya - dijo, sin que se le ocurriera nada mejor.


El elfo no dijo nada. Estaba serio y la observaba con una expresión indescifrable, distante. Llevaba una capa de piel de lince y le habían pintado los ojos de negro para conseguir una expresión felina. Aún le quedaban restos de maquillaje amarillo y rojizo en los pómulos.


Liah suspiró y se quitó el primer broche de la túnica. La seda vaporosa se descolgó, mostrando un pecho, que rápidamente fue cubierto de nuevo. La chica alzó las cejas y fijó la mirada en la mano ancha y fuerte que había vuelto a levantar la tela para evitar su desnudez, sin rozar su piel siquiera.


- No hagas eso - dijo el elfo.


Tenía la voz cálida, adormecida, como si estuviera bajo el efecto de alguna droga o a medio salir de un trance. Liah ladeó la cabeza, mirando al elfo lince con más curiosidad que miedo.


- ¿Quieres... hacerlo con la ropa puesta?


En las jaulas de alrededor ya se escuchaban los sonidos entrecortados y misteriosos del sexo, los susurros, los jadeos y los besos húmedos. El elfo lince negó con la cabeza y le cerró el pasador con el que se sujetaba la túnica. Luego le hizo un gesto para que se sentara y él hizo otro tanto.


Liah miró alrededor con perplejidad, pero obedeció. Quizá el elfo iba a darle instrucciones. Sin embargo, durante un rato largo no dijo nada, sólo miró por encima del hombro de Liah. Cuando ella empezaba a preocuparse, él volvió a hablar.


- ¿Eres de Quel'thalas?


Liah asintió.


- Sí. Pero hace mucho que estoy fuera.


- Comprendo.


De nuevo el silencio.


- ¿Acaso no te gusto? - preguntó Liah, tragando saliva - ¿Qué es lo que va mal?


El elfo la miró como si le costara entenderla. Finalmente negó con la cabeza.


- Eres una elfa muy hermosa. No hay nada malo en ti.


- ¿Entonces por qué no quieres hacerlo? - insistió ella. 


Hablaban en voz muy baja. Los ojos del elfo brillaban a la luz del blandón lejano. Halazzi frunció el ceño y su mirada pareció recuperar algo de su vivacidad.


- Cuando me arrojan a la arena a pelear, yo peleo - respondió. Pronunciaba cada palabra despacio, como si las trajera desde muy lejos. - Cuando me dan de comer, me alimento. A veces, me traen un cristal arcano, y entonces lo tomo. Pero aún no soy un animal. Quiero conservar esta dignidad, al menos. La que me queda.


Liah se había olvidado de pestañear. Luego tragó saliva y se sintió repentinamente conmovida sin saber por qué. En silencio, se arrastró hasta su lado y se apoyó en su brazo, cogiéndole la mano. Halazzi se tensó al principio, pero después la crispación de sus músculos desapareció.


- A mi me van a pagar igual, así que al menos déjame ofrecerte un poco de mí. En mi barco hay cristales de sobra. 


El elfo la miró de reojo. Ella le estrechó la mano y le animó con una sonrisa suave. Los dedos le hormiguearon cuando el elfo comenzó a drenar la energía mágica de ella, y exhaló un gemido suave, fácilmente confundible con otra cosa.


Cuando Roland regresó a recoger a las muchachas a media noche, Liah se había quedado dormida en la misma posición. Halazzi tenía los ojos más brillantes, y siguió con ellos a la muchacha. Ella sonrió y le dijo adiós con la mano antes de salir por la puerta.














Isla de Quel'danas, año 66 a.a.P.O.


Hacía rato que los vigilantes habían cerrado la puerta de los barracones. La oscuridad era suave y hasta los colchones del barracón de instrucción Hojalba le parecían el paraíso después de un día de trabajo duro y constante. A Bheril no le importaba que los entrenamientos tuvieran un ritmo salvaje. Había aprendido desde muy joven que las agujetas no eran otra cosa que el premio al trabajo bien hecho, y no le resultaba un sacrificio porque disfrutaba con la actividad física, especialmente con la instrucción militar. Normalmente, tras un día como aquél se habría quedado dormido con sólo apoyar la mejilla en la almohada... y probablemente lo había hecho, porque no recordaba en qué momento había cerrado los ojos. Pero algo le acababa de despertar.


No estaba seguro de qué era. Bostezando aparatosamente, aguzó el oído. Aún se escuchaba el murmullo de alguna charla velada entre compañeros, pero no era más que un ligero susurro y ya se había acostumbrado a aquellos bisbiseos. Se removió, frunciendo un poco el ceño, con un pálpito de inquietud. Entonces vio la delgadísima línea de luz que indicaba que alguien estaba entreabriendo la puerta; vio la silueta recortada que resplandecía de blancura al ser tocada por esa luz. "Maldita sea, otra vez".


Actuó sin pensar. Saltó de la litera, cayendo sobre los pies descalzos sin hacer apenas ruido y corrió agazapado hacia la puerta. Al pasar junto a la cama de Elvaniel y Firion, que seguían con sus cuchicheos, uno de ellos le agarró de la camisa.


- Eh, Hojazul. ¿Has visto? - le susurró uno de ellos.


Bheril se zafó de su presa con disgusto.


- Déjame. Claro que he visto - respondió en el mismo tono.


- El Lamarth'dan se quiere escapar - añadió Elvaniel.


Bheril le fulminó con la mirada, volviéndose un instante, sin dejar de avanzar hacia su amigo. Les señaló con el dedo y luego se lo puso ante los labios con firmeza.


- Ni una palabra de esto. Meteos en vuestros asuntos.


- Vale, vale - Firion se encogió de hombros y siguieron hablando entre sí.


Cuando llegó hasta Iranion, su compañero parecía haberse trabado en aquella postura: tenía las manos en la puerta con las uñas incrustadas en la madera. Le temblaban las manos y estaba inclinado hacia adelante, pálido, estremecido, como si una terrible tensión le hubiera crispado cada músculo y tendón. Entre sus labios se escapaba la respiración agitada. Tenía la frente cubierta de sudor y un gesto angustiado en el semblante. Movía los labios y de vez en cuando parecía negar con la cabeza, con la mirada perdida ante sí. A Bheril se le encogió el corazón al ver su expresión de agonía. Un escalofrío  le recorrió la espalda y se apresuró a apartarle los dedos de la puerta, desengarfiándolos uno a uno mientras le hablaba al oído con calidez.


- No pasa nada... tranquilo, no pasa nada... ya está.


Cerró la puerta con gesto suave y le guió de nuevo hacia la cama. Iranion parecía luchar entre dos fuerzas opuestas. A veces se dejaba llevar y otras volvía la cabeza hacia atrás e intentaba regresar. Entonces, Bheril le estrechaba los hombros con las manos y volvía a hablarle al oído.


- Estoy aquí. Tranquilo, confía en mí. Es por aquí.


Poco a poco, paso a paso, recorrieron el camino inverso. Al llegar a la litera, Iranion volvió en sí repentinamente. Dio un respingo y le apartó de un empujón, mirando alrededor y luego mirando a Bheril con una expresión entre asustada, indignada y furiosa. Bheril aguantó el aire en los pulmones.


- ¿Qué haces? - le espetó el joven del cabello blanco.


Él abrió la boca y luego la cerró. Se rascó la nuca y le señaló la cama.


- Eh... te levantaste... estabas... querías irte.


Iranion le observó durante unos segundos, como si estuviera despellejándole con los ojos carmesíes. Tenía la mandíbula tensa y había vuelto a crisparse, aunque ahora no tenía el aspecto torturado y agonizante que lucía en la puerta. Ahora era un Lamarth'dan manteniendo su dignidad ante todo y necesitando urgentemente una excusa bajo la cual esconder algo tan sencillo como el sonambulismo.


- Sólo quería salir un poco - dijo al fin, alzando la barbilla y metiéndose en la cama - pero como siempre, tienes que venir a controlar lo que hago y lo que no.


- No deberías salir por la noche. Y menos tú solo. Si te pillan, te expulsarán.


No era la primera vez que tenían esa conversación absurda. 


- Qué mas da. Así podré volver a casa.


- ¿Tantas ganas tienes de irte?


Iranion se había tapado hasta arriba. Ahora sólo podía ver de él unos mechones de cabello blanco asomando bajo las mantas y el bulto que formaba su cuerpo. Le observó con extrañeza y fascinación: era tan raro, tan misterioso... 


No respondió. Bheril se preguntó si se había dormido, si estaba esperando a que él se fuera a su cama de una vez. "No, normalmente si quiere que me vaya, me echa. Y no respira como cuando duerme". No, estaba esperando algo. El joven soldado entrecerró los ojos y comenzó a darle vueltas. Luego alzó las cejas y, creyendo tener la respuesta, miró alrededor, levantó las mantas y se metió en la cama a su lado. Antes de que Iranion pudiera quejarse, le rodeó con los brazos y acercó el rostro a su pelo.


- ¿Qué demonios estás haciendo, desquiciado? - espetó el Lamarth'dan, poniéndose rígido de inmediato y con la voz ahogada.


Bheril se acomodó tranquilamente y respiró el perfume de sus cabellos. Se estaba muy bien así. Era muy agradable abrazarle bajo las mantas, aunque la sensación sería aún mejor si él no se empeñase en estar tieso como una vara e insultarle a media voz. De hecho, si le abrazara también sería simplemente perfecto.


- No quiero que te vayas - respondió, con sencillez. - ¿Tantas ganas tienes de irte, Iranion? ¿Te molesta tanto esto? Porque a mi me gusta estar así... es casi como estar en casa. Diferente, pero muy bueno.


Y le estrechó más. El elfo del pelo blanco parecía haberse convertido en piedra, y hasta las palabras se le apagaron. Ni siquiera le sentía respirar. 


- ¿Como estar en casa? - murmuró Iranion al fin, con un hilo de voz. Y poco a poco se fue relajando, su cuerpo se volvió flexible y dúctil y su calidez se fundió con la de Bheril bajo las mantas y la ropa de dormir al acomodarse contra su cuerpo. - Será en la tuya, entonces.


Bheril reprimió una sonrisa ante el comentario. Sabía que Iranion se llevaba fatal con su padre, Sahenion Lamarth'dan.


- En la mía, pero contigo también. Y los perros, claro.


- ¿Y Leriel? - añadió el otro.


- Sí, sin duda. Leriel, tu y yo, mi padre, mi abuelo, mi abuela y mi primo Loras.


Iranion suspiró. Bheril le contó en voz baja las cosas que hacían en casa, incluyéndole a él en cada detalle cotidiano, hilvanando palabras y frases lo bastante bonitas como para estar a la altura de Iranion, tejiendo escenas al detalle y sintiéndose más que recompensado al percibir cómo la paz iba invadiendo poco a poco a su compañero. 


Cuando le escuchó respirar pausada y profundamente, se quedó mirando sus cabellos un largo rato.


Sabía que tenía que soltarle y volver arriba, a la litera superior. Pero en algún momento, Iranion había enlazado los dedos con los suyos y no se sentía capaz de romper aquel contacto, que le ahogaba de emoción la garganta y le aceleraba el corazón. 


Se empeñó en mantenerse despierto hasta que, casi al amanecer, se escurrió hacia su cama. 


Le resultó de lo más fría.

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