domingo, 20 de marzo de 2011

6.- Código



Arena de Tanaris, año 8 d.a.P.O.

Garbel Senatio se limpió los dedos en un cuenco de agua clara. Se los secó con una toalla perfumada con limón y echó un vistazo alrededor. El espectáculo estaba siendo un éxito rotundo, a juzgar por las reacciones del público. Los espectadores chillaban hasta romperse las gargantas, golpeaban las rejas, coreaban los nombres de los gladiadores y agitaban sus pañuelos coloridos. Arriba, la tarde estaba despejada y clara, de cielo azul. El sol de Tanaris quemaba, pero bajo los toldos, los Señores de la Arena estaban protegidos de los abrasadores rayos. No se podía decir lo mismo de los luchadores que acababan de pisar la arena.

El tratante sonrió. Todo estaba saliendo a pedir de boca, y mientras retiraban a los caídos en el combate anterior y el goblin del megáfono presentaba al siguiente monstruo, se removió con complacencia en su asiento. Los aficionados comenzaron a chillar y vitorear al ver aparecer a la enorme criatura arrastrando el mazo tras de sí. El suelo retumbaba bajo sus pies. Y entonces se abrió la verja del foso y el público enloqueció cuando Tom saltó a la arena, con el rostro pintado de negro y rojo y rugiendo como un animal salvaje.

- ¡Si, aquí están! – gritaba el goblin - ¡Dispuestos a plantar cara al Ettin de las Tierras Altas, las estrellas de Garbel Senatio! ¡Tom el Grande! ¡Ulf el Gigante! ¡Aniquilador! ¡Oh, esto está que arde, amigos!

La concurrencia comenzó a armar jaleo, excitados y sedientos de emociones fuertes. Era la primera vez que Garbel permitía que sus cinco cabezas de cartel lucharan juntos. Miró de reojo a Roland, que se mesaba el bigote.

- Espero que lo consigan. Estos chicos me están haciendo de oro.

Roland le mostró una sonrisa de dientes amarillos y luego asintió con la cabeza.

- Lo conseguirán. Hace días que entrenan juntos.

Cuando Cybill salió a la arena, alzando los sables y dando una vuelta elegante y felina, los gritos desbocados aumentaron de tono. La Cobra Negra se había hecho muy popular desde que, semanas atrás, arrancase los ojos a uno de sus rivales y los arrojara al público como un regalo. Garbel arrugó el entrecejo.

- ¿Entrenan, o les entrenas?

Roland ladeó la cabeza e hizo un gesto de molestia, como si le hubiera dado un tirón.

- Les entreno, claro – corrigió – Y cuando pelean juntos, son mucho más letales. Si algún grupo puede derribar al ettin, son ellos.

El tratante asintió y volvió los ojos hacia la arena. Halazzi acababa de aparecer bajo el rastrillo del foso, y los espectadores coreaban su nombre al unísono, mientras el goblin le presentaba con el efectismo de siempre.
- Su leyenda va desde el norte de los Reinos del Este hasta el sur de la Vega de Tuercespina… su nombre despierta estremecimientos cuando se susurra en las sombras, frente a las hogueras. Letal como el viento, dicen que son las alas de la muerte las responsables de su velocidad, el aliento del inframundo lo que le hace tan resistente. Invicto hasta el día de hoy, el lince de los bosques élficos, el terror de los Amani, la parca de Quel’thalas …¡Halazzi!

Garbel frunció el ceño, inclinándose hacia delante. Ya se había convertido en una tradición. Los maestros de ceremonias presentaban a Halazzi, y él se quedaba quieto, bajo el puente de metal levantado, mirando al frente, serio e inmóvil. Después, levantaba el rostro y le miraba a él, estuviera donde estuviese. Siempre le encontraba y le miraba. Luego golpeaba la arena tres veces con el filo del arma, muy suavemente, y entraba al campo de batalla con un caminar tranquilo y exento de temor.

A la gente, aquello les hacía enloquecer. La indiferencia, el aire críptico y misterioso del elfo, la limpieza con la que ejecutaba los combates, la agilidad y la astucia con la que obtenía cada victoria. En su fuero interno, Senatio deseaba que el ettin fuera derrotado y poder contar con sus estrellas, intactas, para seguir enriqueciéndose. Pero por otra parte, la mirada de Halazzi le inquietaba de un modo que no sabía explicar, y a veces deseaba que muriera. Luego se convencía de que eran imaginaciones suyas y no tenía nada que temer.

Chasqueó la lengua, tomó la copa y se concentró en observar lo que ocurría detrás de la cúpula de metal trenzado.

Abajo, Tom tenía los dientes apretados y miró de reojo a Bheril cuando le vio aparecer.

- ¿Cómo lo ves, compañero? – le preguntó entre dientes.

El elfo estaba observando al enorme monstruo, con la espada en una mano y la garra en la otra. Negó con la cabeza.

- Estad tranquilos. Mantened la calma y el control a toda costa. Recordad el dos.
- Coraje – dijo Cybill, asintiendo – Con miedo no existe la vida.
- El miedo no es útil – repitió Daven, el Aniquilador, con una voz muy serena – He de reemplazarlo por coraje y precaución. Evalúa, busca sus puntos fuertes, cuídate del peligro del enemigo, pero enfréntalo sin arredro.
- Exactamente. – asintió Halazzi – Ahora, cuando suelten esas cadenas, el ettin vendrá directamente hacia nosotros. Cuidado con los barridos de su maza. Nosotros tenemos que castigar sus piernas. Buscad los tendones tras las rodillas, esquivando sus golpes y procurando que no os pise. Fijaos en su cuello. No puede volver la cabeza hacia atrás, así que buscad su espalda.
- ¿Y cuando caiga? – preguntó Ulf.
- Cuando caiga, esperemos que se lo lleven. Si no, tendremos que matarle.

Los cuatro luchadores asintieron. Las cadenas se soltaron y el ettin bramó, abalanzándose sobre los gladiadores, con la maza girando sobre su cabeza.

Bheril respiró, aguardando al último momento. Sus ojos se volvieron duros y fríos, con la claridad vacua de aquellos que ya han convertido a la muerte, propia y ajena, en una parte de sí mismos. La capa ondeó cuando se apartó de la trayectoria de la maza, y el combate comenzó, para júbilo y emoción de los espectadores.






Aldea Bruma Dorada – Casa del Roble - Año 68 a.a.P.O.


El viento primaveral agitaba las hojas de los tilos en el jardín. Entre los cuidados parterres de Beleth y los troncos de los árboles, la luz del amanecer se escurría con un destello gris y plateado, húmedo de rocío.

El primer rayo de sol besó el filo de la espada, acompañado por la inspiración lenta. En los oídos, el susurro del viento y el canto metálico de la hoja afilada. En la piel, el beso de la brisa y el hormigueo de la sangre que camina en las venas. El tacto de la empuñadura entre las manos, el olor de las flores nuevas cosquilleando.

Los tres elfos se movían con lentitud y precisión, colocados en línea, encarando al sol naciente. Con las armas entre las manos, ejecutaban los movimientos básicos de las posiciones de ataque y guardia, y en un fluir suave iban cambiando de una a otra, con tanta coordinación que parecían estar ejecutando una coreografía.

En el centro, el más anciano de los tres dirigía a sus dos descendientes, cubierto por una toga azul de mangas largas que se había remangado en los antebrazos. Tenía la cabellera castaña veteada de blanco y la barba recortada; entrecerraba los párpados con expresión de concentración. Las arrugas de la madurez se marcaban en los extremos de sus ojos rasgados, y en sus manos nudosas palpitaba la energía de un corazón que aún no está cansado. La mirada azul de Neldarion mantenía un brillo constante, animado y expresivo mientras se movía como un bailarín en una danza muy lenta, con una gracia y exactitud que sólo podía exhibir un maestro de armas. Dueño y creador de su propia escuela, en sus manos, la espada parecía la última pluma en el ala de un ave.

A la derecha, el hijo de Neldarion mostraba el porte sereno y contenido de los soldados. Menos apasionado que su padre, sus movimientos eran más leves, casi tímidos, pero seguros. Conocía bien cada paso, pues había repetido el entrenamiento cada uno de los días de su vida desde que decidió entregarla al Arte de la Guerra.

A la izquierda, el joven Bheril mantenía los brillantes ojos fijos en las copas de los árboles y la mente concentrada en el estado de vacío que había alcanzado al fin. En la piel, el beso de la brisa, en los oídos el canto del acero, el tacto de la empuñadura en las manos. Su uniforme rojo, abierto hasta la mitad del pecho, contrastaba con los colores apagados, azules y grises, de las togas de su padre y su abuelo. Sin embargo, parecían tres caras de una misma alma en aquellos preciosos momentos arrancados al alba, mientras Neldarion dirigía el entrenamiento de disciplina matinal y les envolvía la solemnidad y el abrazo seguro de la tradición.

No era un ritual. Era más que eso. Era el significado de todas las cosas, la guía de sus almas.

Bheril consideraba el entrenamiento familiar y la disciplina de Hojazul como el pilar fundamental de su persona, la base sobre la cual estaba construyéndose el hombre que quería llegar a ser. Lo atesoraba y participaba en él con reverencia y respeto, sintiéndose parte de algo importante, grande, que iba mas allá de él mismo. Aquel día, en uno de los escasos permisos que la academia de los Hojalba asignaba a sus acólitos, Bheril había tomado el vuelo antes del amanecer para llegar a casa a tiempo para la rutina del jardín.

- Mi espada, mi alma. Mi espada, mi cuerpo. Soy mis armas – dijo Neldarion, en un tono suave, como un mantra.

Elevó el filo, y los tres filos se elevaron, mientras reculaban un paso atrás, extendiendo la pierna lateralmente para balancearse mientras lo hacían girar hacia una posición perpendicular.

- Mi corazón no teme a la muerte. Mi corazón está preparado para vivir como es debido. Para morir cuando haya de morir. – pronunció Beleth, en el mismo tono.

Adelantaron el cuerpo y la punta de sus armas se proyectó hacia delante, cruzando justo en el espacio en que el sol había conseguido colar uno de sus rayos entre las ramas. Las espadas destellaron.

- Mi mente está libre. Todo está vacío – continuó Bheril. Ya no le temblaba la voz cuando era su turno. – Ahora puedo buscar la perfección, desde el verso hasta el golpe del filo.

Levantaron de nuevo las relucientes hojas, y extendiendo un brazo hacia atrás, inclinándose, rozaron el suelo con el extremo, arrancando un susurro a las briznas de hierba al acariciarlas.

- Rectitud. Yo soy mi justicia – comenzó a enumerar Neldarion. Cada norma, cada paso del camino, era un golpe o una posición. Bheril las conocía todas, y con cada una de ellas, las palabras volvían a sembrarse en su corazón, las semillas se removían y sus significados se avivaban como las llamas de un fuego que nunca moría – Coraje. Con miedo no existe la vida. Respeto. El fuerte no necesita demostrar que lo es.

- Honestidad – siguió Beleth, mientras los sables danzaban al ritmo de las palabras pronunciadas como un rezo – El veraz siempre reconoce la verdad.

La rutina se rompió por un instante fugaz. Con un matiz que habría pasado desapercibido para cualquiera que no la conociera. Pero Bheril sabía que nunca se miraban entre ellos mientras realizaban los Pasos del Camino, y en aquel momento, en el reflejo de su arma, vio la mirada de su padre y un asentimiento leve.

Se lamió los labios y sintió que el corazón se le ensanchaba en el pecho. Obligándose a mantenerse en ese estado de mente limpia, blanca, sin pensamientos, hizo girar el arma hasta colocar la hoja junto a su rostro, apuntando hacia delante, y lanzar el picado perpendicular, ejecutado con absoluta lentitud y control, sin que ninguna emoción le hiciera temblar las manos. Y fue él quien, con el permiso de sus mayores, terminó, por primera vez, de enumerar el Camino.

- Honor y lealtad. Mis palabras son las huellas, mis actos son los pasos.

- Este es el Camino de Hojazul – dijo entonces Neldarion – Soy mis armas.

Los tres unieron los pies y tomaron la empuñadura con ambas manos, con el arma apuntando hacia abajo. Respiraron seis veces y después limpiaron el filo, inmaculado y brillante, en sus pecheras, antes de envainar.

Entonces, al fin, con timidez, el sol salió por detrás de las copas de los árboles.

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