Tanaris, año 8 d.a.P.O.
Garbel Senatio supervisaba los entrenamientos sentado en su nueva silla de madera. Habían labrado los brazos con la forma de dos garras de cuervo especialmente para él. Esa tarde, en cuanto la recogieron de los artesanos, sus sirvientes la habían llevado al foso de la arena de Tanaris y la habían colocado pegada a la pared de piedra. Allí abajo, el ambiente seguía siendo igual de caluroso que en el exterior, pero al menos estaba resguardado del sol abrasador del desierto. Con la blanca melena suelta sobre los hombros y una toga ligera, flanqueado por su constante lacayo y un grupo de sus hombres de armas, Garbel Senatio mantenía la pose digna y las piernas cruzadas mientras observaba a los nuevos gladiadores luchar entre sí con las espadas de entrenamiento.
Garbel Senatio supervisaba los entrenamientos sentado en su nueva silla de madera. Habían labrado los brazos con la forma de dos garras de cuervo especialmente para él. Esa tarde, en cuanto la recogieron de los artesanos, sus sirvientes la habían llevado al foso de la arena de Tanaris y la habían colocado pegada a la pared de piedra. Allí abajo, el ambiente seguía siendo igual de caluroso que en el exterior, pero al menos estaba resguardado del sol abrasador del desierto. Con la blanca melena suelta sobre los hombros y una toga ligera, flanqueado por su constante lacayo y un grupo de sus hombres de armas, Garbel Senatio mantenía la pose digna y las piernas cruzadas mientras observaba a los nuevos gladiadores luchar entre sí con las espadas de entrenamiento.
Junto a él, en un taburete más bajo, Ronald se mesaba el poblado bigote castaño y fruncía ligeramente el ceño, comentando con él los avances de los combatientes. Ronald era el entrenador de sus gladiadores, además de uno de sus hombres de confianza.
- ¿Le ves posibilidades? – preguntó Garbel, señalando a la joven del parche en el ojo, que se movía en el área designada con su arma de madera y la mirada fija en Ulf Ulver.
El gigantón era tres veces más ancho que ella y casi el doble de alto, se cambiaba la espada de mano, con las piernas abiertas y una sonrisa de seguridad en el rostro ancho. Ronald se retorció la punta del mostacho, asintiendo.
- Es ágil, y además es una chica. Son poco comunes, al menos de raza humana. Hay más trols y… ya sabes. Supondrá un buen atractivo en la grada.
Garbel se rió entre dientes, asintiendo.
- Desde luego, siempre y cuando demuestre que sabe defenderse.
Ulf Ulver gruñó y se arrojó sobre la muchacha, que permanecía casi acuclillada, desplazándose con rapidez. Al venírsele encima el gigante, ella rodó por el piso para evitarle, se puso en pie de un salto y descargó un golpe en el cuello de su rival con el arma, lanzando un grito de rabia.
- He ahí – señaló Roland – con una espada de verdad, él estaría muriendo ahora mismo. Ha ido directa a la arteria.
- Me gusta. Me gusta. – Repitió Garbel, sonriendo más y enroscando un mechón de su cabello entre los dedos. – Que paren.
Ulf estaba tratando de contraatacar, avanzando con el rostro congestionado hacia la menuda Cybill, que parecía una serpiente, escurriéndose hacia los lados y esquivándole con facilidad. Roland golpeó el suelo con el bastón de madera que tenía a su izquierda y elevó la voz.
- ¡Suficiente! – gritó - ¡Siguientes! ¡El elfo y el pelirrojo!
Los dos contendientes se detuvieron y miraron hacia el fondo de la sala. Antes de que pudieran reaccionar, cuatro soldados de Senatio se les acercaron, les quitaron las espadas y les arrastraron de nuevo hacia sus jaulas, que se cerraron con un golpe seco. Las prisiones de metal estaban en el rincón de la derecha. En su interior, Tom el Grande mantenía el rostro apoyado contra los barrotes, atravesando con la mirada al Señor de la Arena, y Daven permanecía con los brazos cruzados y mirando al suelo, perdido en sus pensamientos. El elfo daba vueltas en su estrecho cautiverio, como una fiera enjaulada.
- ¿Qué me puedes decir de ellos?
Garbel observó a los dos nuevos luchadores mientras caminaban hacia sus posiciones. El sol se colaba por los tragaluces y troneras del foso y arrancaba a los cabellos del quel’dorei un reflejo dorado y ambarino.
- Daven Harlaw es el humano – respondió, mientras los dos prisioneros cogían las armas y se miraban, para mirarles después a ellos – condenado a muerte por asesinato. Es un profesional. El otro se llama Bheril Hojalba, era soldado o algo así. Lleva unos años entrando y saliendo de la cárcel por peleas de borrachos en tabernas y le pillaron en una redada Defias. Está acabado.
- ¡Empezad! – exclamó Roland, después de asentir, y dio un golpe con el báculo sobre las losas.
Daven se giró y empuñó la espada con la punta hacia abajo, mientras Bheril parecía sopesarla en la mano y contemplar a su oponente. Luego adoptó una guardia media, con un brazo flexionado sobre la hoja de madera y la mirada fija en el hombre frente a sí, inmóvil, con una pierna adelantada y el torso ladeado.
- El asesino es más fuerte, mira sus músculos – apuntó Garbel, ladeándose en el asiento para acercarse a su asistente – aunque el elfo es más alto.
- Tiene postura de apuñalador – Roland señaló a Daven, que estaba amagando hacia su contrincante. Bheril no se movió, se limitó a seguirle con la mirada. – Pero tu elfo es académico. Eso es una escuela de esgrima, aunque no sé cual.
Senatio curvó los labios carnosos, con un hormigueo en el estómago. Había estado esperando este combate con emoción, no podía negarlo. El quel’dorei ya le había sorprendido en el patio de la prisión, y había visto en él, como todo buen Señor de la Arena, el potencial para convertirse en una estrella de la profesión… y encumbrarle a él, haciéndole aún más rico y reputado en su ambiente.
- Allá va…
Daven se había decidido al fin y se abalanzó sobre el elfo, arremetiendo con el arma hacia su costado. Los movimientos de Bheril fueron breves, rápidos y precisos. Desvió su golpe con un giro de los brazos, interponiendo la espada de madera para detenerle, luego empujó y le desarmó al darse la vuelta y golpearle en las muñecas. No había parecido un movimiento fuerte. No había hecho ningún gesto ni exhalado exclamaciones ni nada por el estilo. Sus pies apenas se habían desplazado, y su semblante seguía siendo el mismo, aunque le brillaban los ojos. La reacción de su rival no pudo ser más diferente. Gritó, llevándose la mano a la muñeca, y le miró con sorpresa y rabia.
- Precioso – murmuró Roland. Luego alzó la barbilla para gritar - ¡Recoge la espada, tú! ¡Elfo, no basta desarmar! ¡Esto no acabará hasta que asestéis golpe mortal!
Garbel unió las yemas de los dedos, acomodándose en el sitial y sin disimular su interés. Bheril asintió y volvió a ponerse en guardia, mientras Daven regresaba a su punto de partida, a veinte pasos del elfo.
-Me gusta – dijo Garbel – Estos dos saben lo que hacen.
- Puede funcionar muy bien – asintió Roland, señalando al quel’dorei con el meñique – tiene buena planta, además. Es exótico. No se ven elfos en las arenas por lo general.
- Tiene un aspecto demasiado noble – desaprobó el Señor de la Arena – y eso no gusta al público. Quieren ver fieras salvajes, no príncipes en desgracia.
- ¿Es que es un príncipe? – inquirió su compañero, arqueando la ceja.
- No. Pero lo parece.
Esta vez, el corpulento humano calculó mejor. Arremetió con contundencia, y en esta ocasión, el elfo fue a su encuentro, avanzando en una carrera lateral, con la espada baja. Las armas chocaron y se enzarzaron en un verdadero duelo de ataques y defensas que hizo erguirse a Garbel Senatio en su silla. Daven era fuerte y veloz, tenía agilidad y sabía dónde dirigir el daño. Bheril, por su parte, parecía prever todos sus movimientos. También era rápido, y aunque no parecía hacer gran esfuerzo, sus ataques resonaban con intensidad cuando el contrario los detenía. Pero el humano era más humano. Resollaba, apretaba los dientes, se movía con menos concreción. Bheril parecía que estuviera ejecutando los pasos de una danza regia y elegante. En vez de esquivarle, le cedía el paso, daba una vuelta sobre sí mismo, golpeaba de espaldas, se inclinaba hacia atrás para evitar una finta, se apoyaba en una mano y se volvía a erguir para tomar la iniciativa.
- Esto promete – murmuró Garbel, observando cómo los otros tres presos se acercaban a las puertas de su celda para contemplar el espectáculo – promete, y mucho.
Roland rió suavemente, cosa que llamó su atención.
- Ese demonio es listo – explicó, ante la mirada inquisitiva de Garbel – fíjate cómo economiza su energía. No hace ningún gesto más del que debe, ni uno menos. El apuñalador tiene ventaja, es más fuerte que él, y más fiero, pero se está cansando innecesariamente. El príncipe no debería tardar en…
La exclamación les pilló por sorpresa. Una sílaba seca, un “hai” resonante en una voz contenida y musical, teñida de extraño poder, que acompañaba al golpe final de Bheril. En un descuido del agotado Daven, que intentaba esquivar un golpe falso, el arma de madera de su contrincante se precipitó contra la hoja rival, la hizo volar por los aires y luego se abalanzó directa a su pecho en una línea recta perfecta, empuñada con ambas manos. La punta de madera se detuvo sobre el corazón de Daven, que la miraba, sorprendido.
Por un momento, reinó el silencio en el foso. Después, Garbel se puso en pie y caminó hacia los contendientes con gesto fascinado. Su lacayo corrió tras él, y Roland le siguió. Un par de soldados se acercaron también, dispuestos a proteger a su imprudente señor si se daba el caso.
- Tú… - el Señor de la Arena se recogió las mangas y miró a los ojos a Bheril, que se había apartado del derrotado Harlaw – Tú… el destino te ha traído a mi.
Garbel Senatio sonrió, recorriendo los rasgos del elfo con la mirada y le puso una mano en el hombro. Bheril, que había estado serio y ausente hasta el momento, como adormecido o perdido en sí mismo, miró de reojo la mano de su señor y luego a él, con un relampagueo de orgullo azul cobalto. Garbel retiró la mano, con un estremecimiento que se cuidó muy mucho de disimular.
- Mañana, en la arena, te dejaremos para el final. Serás la estrella.
- Eres listo como un lince, hijo. Tienes talento – añadió Roland. – Vas a triunfar en las Arenas, como yo hice en su día.
- A la gente le gustan los nombres trol. – Garbel Senatio sonrió - Eres listo como un lince, y pareces uno. Halazzi, el lince. Ese serás tú.
Luego se dio la vuelta, mientras los soldados arrastraban a las celdas a los dos gladiadores. Se echó las manos a la espalda y regresó a su silla.
- Halazzi, Ulf el Gigante, la Cobra Negra, Aniquilador y Tom el Grande – dijo, haciendo un gesto con la mano a Roland – Prepara sus presentaciones e invéntate lo que quieras sobre ellos, pero que sea creíble. Y romántico, sobre todo romántico. Ya sabes que el romanticismo es muy importante en esto. Al público le gusta imaginar historias trágicas de luchadores de lejanas tierras.
Los hombres se alejaron. Bheril fue empujado al interior de la celda y la puerta se cerró con un chasquido. Apretó los dientes y estranguló los barrotes de metal, apoyando la frente en ellos y dejando escapar un suspiro.
Bosque del Sur, cerca de Bruma dorada – Año 68 a.a.P.O.
No había nada comparable a aquello. Correr por las praderas cuajadas de flores, entre los árboles de hojas siempre doradas y con el viento en el rostro. Los perros ladraban, delante y detrás de él. Las amapolas se abrían como corazones rojos, como frutas cuajadas de diamantes negros. Seguía las huellas de los cascos de los caballos, con el corazón galopando en su pecho y las piernas calientes por el ejercicio. La sangre le hormigueaba en las venas.
- ¡Vamos, Loras! – exclamó - ¡No te voy a esperar!
A lo lejos, la voz de su primo le llegó como un quejido indefinible, del que sólo entendió “idiota”. A Bheril ya le había cambiado la voz, que era más grave y profunda que antes, después de varios meses de gallos inapropiados y afonías desesperantes, y también había crecido unos cuantos palmos. Loras, sin embargo, parecía el mismo de diez años atrás, con excepción de la barba rala que empezaba a mancharle un rostro aún infantil con una sombra negra. El joven se detuvo, contradiciéndose a sí mismo, para recuperar el aliento y aguardar la llegada de su primo, que le saludó con un golpe débil en la nuca.
- ¿Dónde crees que están? – dijo el muchacho moreno, apoyando las manos en los muslos e inclinándose hacia delante.
Los perros olisqueaban la alta hierba, algunos se pusieron a escarbar. Bheril se encogió de hombros y se recolocó la chaqueta del uniforme.
- Ni idea. ¿No te dijo mi padre dónde iba a cazar?
Loras negó con la cabeza. Bheril acababa de llegar de la academia militar cuando se encontró a su primo en la puerta, con un arco a la espalda y las vestiduras verdes y doradas de los forestales, luciendo la expresión más sonriente que le había visto nunca. Ambos habían corrido al encuentro del otro con la misma excitación juvenil del triunfo, y hablaron a la vez.
- ¡Me han aceptado en los Forestales!
- ¡He pasado la prueba de los Hojalba!
Después, se habían deshecho en carcajadas, y cuando Bheril se disponía a cruzar el jardín para dar la buena noticia a su padre, Loras le advirtió que había salido a cazar linces con los Lamarth’dan.
Chasqueando la lengua, Bheril señaló hacia la arboleda y silbó a los perros.
- Deben estar por ahí – dijo, sin dudar – hay garrágiles en esa zona.
- Pueden estar en cualquier parte, Bheril… ¿por qué no le esperas en casa? Me va a caer una buena, se supone que estoy…
- No puedo esperar, Loras – replicó Bheril, sin disimular su excitación – No sabes cuánto tiempo llevo aguardando esto. Los Hojalba. Es como un sueño.
Loras ladeó la cabeza y se echó a reír.
- Belore, primo, no sabes lo idiota que pareces ahora mismo.
- Si, pero un idiota Hojalba – replicó él, risueño. El chico moreno frunció el ceño y una sombra cruzó por su semblante.
- Hojalba – dijo, pensativo, sacudiéndose los pantalones y desviando la mirada – Te irás a la isla y yo al Retiro del Errante.
Bheril borró la sonrisa y se le quedó mirando. Iba a echar mucho de menos a Loras. Nunca había tenido problemas para relacionarse, y podía decir que tenía muchos amigos, pero su primo era el más cercano. Habían crecido juntos, compartido travesuras y castigos, descubrimientos, peleas definitivas que nunca lo eran por cosas importantísimas que tampoco lo eran.
- Te voy a echar de menos, primo.
Loras asintió con la cabeza.
- Yo a ti también. – Luego volvió a sonreír – aunque por otra parte, me voy a quitar un peso de encima. Estoy harto de que me metas en líos, ¿sabes?
Bheril se rió con él, y le palmeó el hombro
– Vamos, señor forestal.
Volvieron a emprender la carrera sobre los prados, acompañados por la jauría y con las amapolas rozándoles las piernas, hasta que el prado dio paso a un bosquecillo de altos árboles mallorn de tronco blanco. Al escuchar los relinchos, Bheril se encaramó a una roca alta llena de musgo y emitió un silbido prolongado. Loras se sentó a su lado, dejando colgar las piernas y mirándole con extrañeza.
- ¿Llamas a tu padre como si fuera un chucho?
Bheril le aplastó la cabeza con una mano y se quedó ahí apoyado, con pose de príncipe de los ladrones.
- No seas capullo, es mi padre. Si grito, espantaré a los linces, o los atraeré. Pero mi padre sabrá reconocer mi señal.
- Pues yo no estoy tan seguro. Podría ser un grajo o una… - Loras se calló, al escuchar el galope de los cascos de los caballos sobre el lecho herboso del bosque.
Al poco rato, tres figuras aparecieron entre la arboleda, con arcos a la espalda. Beleth vestía de verde y montaba en su bayo de crin amarilla. Le dirigió una mirada entre extrañada y divertida a su hijo y avanzó hacia él. Le acompañaban un elfo alto y vestido de blanco, de porte regio y digno, a quien Bheril reconoció al instante. Éste cabalgaba un corcel del mismo color de sus ropajes, blanco níveo, y le dedicó una leve inclinación de cabeza a Bheril al divisarle. El muchacho respondió con una reverencia y una sonrisa. Junto a lord Lamarth’dan, sobre un caballo igual al de éste y ataviado de la misma manera, había un joven algo mayor que Bheril, de rasgos cincelados con precisa elegancia, piel pálida y ojos rojos. Sujetaba las riendas con los dedos crispados y el arco que portaba se le había escurrido hacia el hombro, cosa que él parecía no notar. En cualquier momento, se le quedaría colgando del brazo. El joven montaba con la espalda muy recta y mantenía la barbilla levantada con una dignidad que al menor de los Hojazul le pareció exagerada. Cuando Bheril le saludó con la mano afablemente, el joven desconocido le atravesó con sus ojos carmesíes y volvió el rostro hacia otra parte con desdén, fingiendo no haberle visto, como si estuviera enfadado con el mundo y tratara de disimularlo. La cabellera blanca brilló con destellos plateados cuando el muchacho ejecutó el gesto, pero no se despeinó. Dedujo que se trataba del hijo de Sahenion, pues eran muy parecidos.
- Te van a regañar – susurró Loras.
Bheril negó con la cabeza.
- No creo – replicó, observando con un estremecimiento de anticipación cómo se acercaba la comitiva.
Cuando llegaron frente a la piedra musgosa, Beleth, que se había adelantado un poco, saludó a Loras con una sonrisa y luego le señaló a él con la barbilla.
- ¿Qué haces aquí tan pronto, Bheril? – preguntó sencillamente, como si no le extrañara su aparición en el bosque – ¿Vienes a cazar linces?
- Depende – replicó Bheril, haciéndose el interesante - ¿Habéis cazado muchos?
Beleth se volvió hacia Sahenion Lamarth’dan y le guiñó el ojo.
- Lord Lamarth’dan ha sido magnánimo y ha perdonado la vida de todos ellos.
- Así es – asintió el caballero regio vestido de blanco, muy serio – he acudido como delegado diplomático y han aceptado una rendición sin violencia.
Bheril se rió abiertamente, y su padre lo hizo entre dientes, casi en silencio. El chico enfadado y digno se había quedado algo más atrás, vuelto de espaldas, y en aquel momento se giró para dirigir otra mirada gélida al grupo.
- Desde luego, si alguien puede dialogar con los linces y conseguir que claudiquen, ese sois vos, lord Lamarth’dan – dijo Loras, que se había puesto de pie cuando llegaron.
Bheril le dio un codazo.
- No seas pelota – se volvió hacia su padre, incapaz de aguantar más – He pasado la prueba, papá. Y Loras también. Los Hojalba me han aceptado, y el primo va a ser forestal.
Beleth y Sahenion se miraron, y el señor Hojazul esbozó una breve sonrisa después, dirigiendo una mirada cálida a su hijo, que aguardaba sobre la piedra con las manos a la espalda, la chaqueta abierta y el cabello color miel agitado por la brisa. Era imposible reprimir el resplandor de su mirada ni la sonrisa pujante que quería romper de nuevo en sus labios. Sin embargo, Beleth permanecía en silencio, contemplándole sin más con aquella expresión profunda.
- Enhorabuena, joven – Sahenion Lamarth’dan inclinó la cabeza con reconocimiento y Bheril se cuadró para hacerle el saludo militar correspondiente a aquellos de mayor rango.
- Gracias, señor.
- Me temo que debo abandonar esta cacería y vuestra compañía, milord – dijo finalmente Beleth, dirigiéndose al noble de blancos cabellos. – Hay algo que celebrar en mi casa. Parece que mi hijo no es capaz de esperar a mi regreso, y cuando llama la sangre…
- Desde luego – Lamarth’dan asintió – Os veré dentro de tres días.
- Despedíos de Iranion por mí.
- ¿Vas a irte sin cazar ningún lince, padre? – repuso Bheril, sintiéndose culpable de repente – No tienes por qué, no hay prisa. Sólo queríamos darte la noticia. Podemos volver a casa y te esperaremos allí.
- Ni mucho menos – repuso Beleth – No piens…
Un gruñido se escuchó, y el caballo del hijo de Lamarth’dan se encabritó. El joven intentó empuñar el arco y controlar su montura a la vez, mirando hacia la espesura con los dientes apretados. Antes de que lo consiguiera, el felino se arrojó sobre las patas del corcel, que caracoleó a dos patas y casi derribó a su jinete. Una flecha certera silbó el aire, atravesando el cuello del lince. La bestia cayó de lado, proyectado algunos pasos hacia atrás, con un último gruñido. Sacudió la pata, y finalmente, murió.
Bheril miró sorprendido a su primo, que volvió a colocarse el arco a la espalda con naturalidad, mientras Lamarth’dan y Beleth se acercaban a Iranion apresuradamente. Tras comprobar que estaba bien, Beleth les dejó atrás y regresó junto a su hijo y el joven Loras, con el lince muerto en la grupa del corcel bayo.
- Un tiro perfecto, sobrino – dijo, arqueando la ceja – Aquí tienes tu pieza.
Loras se encogió de hombros y se sonrojó un poco.
- Os regalo ese lince – se volvió hacia su primo, sonriendo – Un recuerdo mío, y un premio por tu éxito en las pruebas.
Bheril abrazó a Loras, llevado por un impulso de gratitud, y emprendieron los tres juntos el camino de regreso, mientras el viento les desordenaba el cabello, las amapolas acariciaban sus piernas y el sol poniente teñía de dorado los hermosos bosques y praderas de Quel’thalas, en aquellos días eternos, cuando el mundo sonreía.
No había nada comparable a aquello. Correr por las praderas cuajadas de flores, entre los árboles de hojas siempre doradas y con el viento en el rostro. Los perros ladraban, delante y detrás de él. Las amapolas se abrían como corazones rojos, como frutas cuajadas de diamantes negros. Seguía las huellas de los cascos de los caballos, con el corazón galopando en su pecho y las piernas calientes por el ejercicio. La sangre le hormigueaba en las venas.
- ¡Vamos, Loras! – exclamó - ¡No te voy a esperar!
A lo lejos, la voz de su primo le llegó como un quejido indefinible, del que sólo entendió “idiota”. A Bheril ya le había cambiado la voz, que era más grave y profunda que antes, después de varios meses de gallos inapropiados y afonías desesperantes, y también había crecido unos cuantos palmos. Loras, sin embargo, parecía el mismo de diez años atrás, con excepción de la barba rala que empezaba a mancharle un rostro aún infantil con una sombra negra. El joven se detuvo, contradiciéndose a sí mismo, para recuperar el aliento y aguardar la llegada de su primo, que le saludó con un golpe débil en la nuca.
- ¿Dónde crees que están? – dijo el muchacho moreno, apoyando las manos en los muslos e inclinándose hacia delante.
Los perros olisqueaban la alta hierba, algunos se pusieron a escarbar. Bheril se encogió de hombros y se recolocó la chaqueta del uniforme.
- Ni idea. ¿No te dijo mi padre dónde iba a cazar?
Loras negó con la cabeza. Bheril acababa de llegar de la academia militar cuando se encontró a su primo en la puerta, con un arco a la espalda y las vestiduras verdes y doradas de los forestales, luciendo la expresión más sonriente que le había visto nunca. Ambos habían corrido al encuentro del otro con la misma excitación juvenil del triunfo, y hablaron a la vez.
- ¡Me han aceptado en los Forestales!
- ¡He pasado la prueba de los Hojalba!
Después, se habían deshecho en carcajadas, y cuando Bheril se disponía a cruzar el jardín para dar la buena noticia a su padre, Loras le advirtió que había salido a cazar linces con los Lamarth’dan.
Chasqueando la lengua, Bheril señaló hacia la arboleda y silbó a los perros.
- Deben estar por ahí – dijo, sin dudar – hay garrágiles en esa zona.
- Pueden estar en cualquier parte, Bheril… ¿por qué no le esperas en casa? Me va a caer una buena, se supone que estoy…
- No puedo esperar, Loras – replicó Bheril, sin disimular su excitación – No sabes cuánto tiempo llevo aguardando esto. Los Hojalba. Es como un sueño.
Loras ladeó la cabeza y se echó a reír.
- Belore, primo, no sabes lo idiota que pareces ahora mismo.
- Si, pero un idiota Hojalba – replicó él, risueño. El chico moreno frunció el ceño y una sombra cruzó por su semblante.
- Hojalba – dijo, pensativo, sacudiéndose los pantalones y desviando la mirada – Te irás a la isla y yo al Retiro del Errante.
Bheril borró la sonrisa y se le quedó mirando. Iba a echar mucho de menos a Loras. Nunca había tenido problemas para relacionarse, y podía decir que tenía muchos amigos, pero su primo era el más cercano. Habían crecido juntos, compartido travesuras y castigos, descubrimientos, peleas definitivas que nunca lo eran por cosas importantísimas que tampoco lo eran.
- Te voy a echar de menos, primo.
Loras asintió con la cabeza.
- Yo a ti también. – Luego volvió a sonreír – aunque por otra parte, me voy a quitar un peso de encima. Estoy harto de que me metas en líos, ¿sabes?
Bheril se rió con él, y le palmeó el hombro
– Vamos, señor forestal.
Volvieron a emprender la carrera sobre los prados, acompañados por la jauría y con las amapolas rozándoles las piernas, hasta que el prado dio paso a un bosquecillo de altos árboles mallorn de tronco blanco. Al escuchar los relinchos, Bheril se encaramó a una roca alta llena de musgo y emitió un silbido prolongado. Loras se sentó a su lado, dejando colgar las piernas y mirándole con extrañeza.
- ¿Llamas a tu padre como si fuera un chucho?
Bheril le aplastó la cabeza con una mano y se quedó ahí apoyado, con pose de príncipe de los ladrones.
- No seas capullo, es mi padre. Si grito, espantaré a los linces, o los atraeré. Pero mi padre sabrá reconocer mi señal.
- Pues yo no estoy tan seguro. Podría ser un grajo o una… - Loras se calló, al escuchar el galope de los cascos de los caballos sobre el lecho herboso del bosque.
Al poco rato, tres figuras aparecieron entre la arboleda, con arcos a la espalda. Beleth vestía de verde y montaba en su bayo de crin amarilla. Le dirigió una mirada entre extrañada y divertida a su hijo y avanzó hacia él. Le acompañaban un elfo alto y vestido de blanco, de porte regio y digno, a quien Bheril reconoció al instante. Éste cabalgaba un corcel del mismo color de sus ropajes, blanco níveo, y le dedicó una leve inclinación de cabeza a Bheril al divisarle. El muchacho respondió con una reverencia y una sonrisa. Junto a lord Lamarth’dan, sobre un caballo igual al de éste y ataviado de la misma manera, había un joven algo mayor que Bheril, de rasgos cincelados con precisa elegancia, piel pálida y ojos rojos. Sujetaba las riendas con los dedos crispados y el arco que portaba se le había escurrido hacia el hombro, cosa que él parecía no notar. En cualquier momento, se le quedaría colgando del brazo. El joven montaba con la espalda muy recta y mantenía la barbilla levantada con una dignidad que al menor de los Hojazul le pareció exagerada. Cuando Bheril le saludó con la mano afablemente, el joven desconocido le atravesó con sus ojos carmesíes y volvió el rostro hacia otra parte con desdén, fingiendo no haberle visto, como si estuviera enfadado con el mundo y tratara de disimularlo. La cabellera blanca brilló con destellos plateados cuando el muchacho ejecutó el gesto, pero no se despeinó. Dedujo que se trataba del hijo de Sahenion, pues eran muy parecidos.
- Te van a regañar – susurró Loras.
Bheril negó con la cabeza.
- No creo – replicó, observando con un estremecimiento de anticipación cómo se acercaba la comitiva.
Cuando llegaron frente a la piedra musgosa, Beleth, que se había adelantado un poco, saludó a Loras con una sonrisa y luego le señaló a él con la barbilla.
- ¿Qué haces aquí tan pronto, Bheril? – preguntó sencillamente, como si no le extrañara su aparición en el bosque – ¿Vienes a cazar linces?
- Depende – replicó Bheril, haciéndose el interesante - ¿Habéis cazado muchos?
Beleth se volvió hacia Sahenion Lamarth’dan y le guiñó el ojo.
- Lord Lamarth’dan ha sido magnánimo y ha perdonado la vida de todos ellos.
- Así es – asintió el caballero regio vestido de blanco, muy serio – he acudido como delegado diplomático y han aceptado una rendición sin violencia.
Bheril se rió abiertamente, y su padre lo hizo entre dientes, casi en silencio. El chico enfadado y digno se había quedado algo más atrás, vuelto de espaldas, y en aquel momento se giró para dirigir otra mirada gélida al grupo.
- Desde luego, si alguien puede dialogar con los linces y conseguir que claudiquen, ese sois vos, lord Lamarth’dan – dijo Loras, que se había puesto de pie cuando llegaron.
Bheril le dio un codazo.
- No seas pelota – se volvió hacia su padre, incapaz de aguantar más – He pasado la prueba, papá. Y Loras también. Los Hojalba me han aceptado, y el primo va a ser forestal.
Beleth y Sahenion se miraron, y el señor Hojazul esbozó una breve sonrisa después, dirigiendo una mirada cálida a su hijo, que aguardaba sobre la piedra con las manos a la espalda, la chaqueta abierta y el cabello color miel agitado por la brisa. Era imposible reprimir el resplandor de su mirada ni la sonrisa pujante que quería romper de nuevo en sus labios. Sin embargo, Beleth permanecía en silencio, contemplándole sin más con aquella expresión profunda.
- Enhorabuena, joven – Sahenion Lamarth’dan inclinó la cabeza con reconocimiento y Bheril se cuadró para hacerle el saludo militar correspondiente a aquellos de mayor rango.
- Gracias, señor.
- Me temo que debo abandonar esta cacería y vuestra compañía, milord – dijo finalmente Beleth, dirigiéndose al noble de blancos cabellos. – Hay algo que celebrar en mi casa. Parece que mi hijo no es capaz de esperar a mi regreso, y cuando llama la sangre…
- Desde luego – Lamarth’dan asintió – Os veré dentro de tres días.
- Despedíos de Iranion por mí.
- ¿Vas a irte sin cazar ningún lince, padre? – repuso Bheril, sintiéndose culpable de repente – No tienes por qué, no hay prisa. Sólo queríamos darte la noticia. Podemos volver a casa y te esperaremos allí.
- Ni mucho menos – repuso Beleth – No piens…
Un gruñido se escuchó, y el caballo del hijo de Lamarth’dan se encabritó. El joven intentó empuñar el arco y controlar su montura a la vez, mirando hacia la espesura con los dientes apretados. Antes de que lo consiguiera, el felino se arrojó sobre las patas del corcel, que caracoleó a dos patas y casi derribó a su jinete. Una flecha certera silbó el aire, atravesando el cuello del lince. La bestia cayó de lado, proyectado algunos pasos hacia atrás, con un último gruñido. Sacudió la pata, y finalmente, murió.
Bheril miró sorprendido a su primo, que volvió a colocarse el arco a la espalda con naturalidad, mientras Lamarth’dan y Beleth se acercaban a Iranion apresuradamente. Tras comprobar que estaba bien, Beleth les dejó atrás y regresó junto a su hijo y el joven Loras, con el lince muerto en la grupa del corcel bayo.
- Un tiro perfecto, sobrino – dijo, arqueando la ceja – Aquí tienes tu pieza.
Loras se encogió de hombros y se sonrojó un poco.
- Os regalo ese lince – se volvió hacia su primo, sonriendo – Un recuerdo mío, y un premio por tu éxito en las pruebas.
Bheril abrazó a Loras, llevado por un impulso de gratitud, y emprendieron los tres juntos el camino de regreso, mientras el viento les desordenaba el cabello, las amapolas acariciaban sus piernas y el sol poniente teñía de dorado los hermosos bosques y praderas de Quel’thalas, en aquellos días eternos, cuando el mundo sonreía.
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