El Gran Mar, año 8 d.a.P.O.
El balanceo del barco se había convertido en un arrullo tras abandonar las costas de los Reinos del Este. Un par de tormentas habían asolado la nave durante los primeros días de viaje, pero ahora las fuerzas de la naturaleza se mostraban solícitas, y parecían, al fin, dar un respiro a los tripulantes. Las velas del galeón se hinchaban con el viento favorable, las olas lamían el mascarón de proa, haciendo saltar la espuma, y el sol se decidía a sonreír finalmente.
La puerta de las bodegas se abrió, y un haz de luz blanca procedente del interior deslumbró a los hombres y mujeres hacinados allí. Las cadenas tintinearon y los cautivos pegaron los rostros a los barrotes de sus celdas de metal cuando Galior Senatio descendió los escalones, con la barbilla alta y un sombrero emplumado cubriéndole los cabellos. Llevaba la misma túnica de brocado que luciera en las mazmorras, con las manos cruzadas a la altura del pecho para evitar que las mangas le arrastraran, y venía acompañado de cinco hombres armados de su guardia personal y el lacayo que siempre le seguía. Al penetrar en la viciada estancia, arrugó la nariz y examinó los semblantes de sus esclavos entre la penumbra.
- ¡Eh, tu!¡Maldito payaso, ya era hora de que aparecieras!¡Dijiste que nos indultarían! ¿Por qué estamos encerrados? – bramó una voz.
Galior parpadeó afectadamente y miró al hombre de la celda del fondo. Era el tipo corpulento de la barba negra.
- Dije que os indultarían y pasaríais a servirme, y eso es exactamente lo que ha sucedido. Estáis indultados. Y ahora me pertenecéis.
El gorila gruñó y apretó el rostro contra la celda, estrujando los barrotes entre los dedos.
- ¿Qué te pertenecemos? ¡Ese no era el trato!
- Deja de enturbiar la mañana con tu griterío, Thomas Bronn. Ahora, escuchad.
Galior se plantó en el centro de la cámara, con el ceño fruncido. Paseó la mirada entre los cinco hombres, examinándoles uno a uno. El tipo corpulento y calvo, el espigado de brazos grandes, el joven muchacho del parche en el ojo, el pelirrojo mudo y el elfo del pelo castaño. Sonrió a medias. Todos le observaban con desconfianza, aún vestidos con la misma ropa que habían traído de la cárcel.
- He pagado por vuestro indulto al Reino de Ventormenta, así que ahora tenéis una deuda conmigo. Me habéis costado mil oros cada uno. – dijo con sencillez – Mi nombre es Galior Senatio y soy un Señor de la Arena.
El caballero caminó unos pasos entre las jaulas, volviendo la cabeza a un lado y a otro con una sonrisa desdeñosa bailándole en los labios. Eran gruesos y carnosos, demasiado grandes, le daban un aspecto mórbido y desagradable. Los prisioneros seguían en silencio.
- Lucharéis para mí en las Arenas de Azeroth. No os faltará un plato de comida, atención sanitaria ni buen entrenamiento. Podréis pelear y matar, y os haréis famosos por ello. La gente gritará vuestros nombres en las gradas. Cosecharéis victorias y grandezas… o moriréis. – hizo una pausa, durante la cual nadie rompió la quietud. Los ojos de todos seguían fijos en él, punzantes - Puede que ahora no lo entendáis, pero lo que os ofrezco es un pasaje a la gloria. Sois delincuentes… y reincidentes. Lo mejor que os hubiera esperado tras cumplir condena era una vida de parias. Seguramente, de pobreza. Lo más probable es que hubiérais acabado muertos en un callejón o ahogados en los canales antes de que se cumplieran diez años desde vuestra libertad.
El muchacho del parche en el ojo se acercó a los barrotes y habló.
- ¿Y qué pasa si no queremos?
Galior se volvió hacia él y le examinó detenidamente. Bajo el jubón descosido, descubrió las suaves protuberancias de unos pechos casi inexistentes, y sonrió más ampliamente. Así que él era ella.
- No tenéis opción. Saldréis a la Arena, sí o sí. Si no queréis luchar, moriréis en ella el primer día. Eso es todo. Buen viaje, mis gladiadores.
Galior se dio la vuelta y volvió a la cubierta, cerrando tras de sí. La bodega volvió a quedar sumida en la oscuridad, y al cabo de un rato, las voces de los cautivos se dejaron oír en susurros quedos.
- Es mejor que morir en la horca – dijo el hombre espigado, en tono amargo – A mi me iban a colgar dentro de un mes. Si ese loro quiere que pelee, yo pelearé. Contra la soga no hubiera tenido ocasión de defender mi vida.
- Se supone entonces que ahora somos gladiadores – repuso el calvo, suspirando y apartándose de los barrotes – Bien, en cuanto me den una espada se arrepentirán de haberlo hecho. No pienso servir a nadie, nunca lo he hecho.
La chica del parche golpeó el metal de su celda.
- Cierra el pico, Thomas Bronn – espetó con sequedad – puede que en Ventormenta fueras un revolucionario, pero aquí no eres más que un esclavo.
- No oses mandarme callar o te sacaré el otro ojo, Cybill. Yo era tan leal como el que más. Bheril y yo peleamos contra esos inmundos orcos, ¿lo sabías? Somos héroes de la Primera Guerra y también lo fuimos en la última.
Una voz grave y musical interrumpió la conversación, con tono adormecido.
- No somos héroes de nada. Somos supervivientes de ambas. Y nada de eso importa ahora.
Durante un momento, nadie pronunció una palabra. Después, el espigado de los brazos grandes se sentó en un rincón de la prisión.
- Tiene razón. No importa lo que hayamos sido ni lo que hayamos hecho. Ahora sólo tenemos nuestros nombres, y algo me dice que los olvidaremos pronto, a menos que alguien nos los recuerde – murmuró. Después su voz se tiñó de una extraña gravedad – Daven Harlaw. Ese es mi nombre. Y solía ser cantero…antes de convertirme en asesino.
El barco se balanceaba. El mar rompía en el casco del navío, la madera crujía y las olas arreciaron al aumentar la intensidad del viento en el exterior. Dentro de la bodega, los presos apenas podían ver los contornos y las siluetas de sus compañeros, el brillo de sus ojos y sus rasgos difuminados en la sombra.
- Cybill – dijo la muchacha, al cabo de un rato – Cybill de los Lagos. Preferiría olvidar lo que solía ser, y si estás en lo cierto, Daven, puede que tenga esa suerte.
El calvo levantó el rostro.
- Thomas Bronn. Tom el Grande, me llaman, y era soldado independiente. Siempre fui libre.
Dicho esto, volvió a mirarse las rodillas, con el ceño fruncido. En la celda de al lado, el elfo del cabello castaño deslizó los dedos por los barrotes y los ojos azules destellaron por un momento, animando su semblante impávido. Pareció salir de su letargo, y su voz sonó cálida y expresiva al hablar, cargada de significado.
- Me hice llamar Bheril Hojalba, pero mi verdadero apellido es Hojazul. Soldado de Quel’thalas y maestro de armas – pronunció lentamente.
Tom frunció el ceño y levantó la mirada hacia él con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, cuando el barco dio un bandazo, y una última voz vibró entre el fragor de los mares.
- Yo soy Ulf Ulver. Solía ser mudo.
Los demás volvieron la cara hacia él, perplejos. El pelirrojo sonrió, mostrando las encías desdentadas, y después soltó una carcajada resonante.
El balanceo del barco se había convertido en un arrullo tras abandonar las costas de los Reinos del Este. Un par de tormentas habían asolado la nave durante los primeros días de viaje, pero ahora las fuerzas de la naturaleza se mostraban solícitas, y parecían, al fin, dar un respiro a los tripulantes. Las velas del galeón se hinchaban con el viento favorable, las olas lamían el mascarón de proa, haciendo saltar la espuma, y el sol se decidía a sonreír finalmente.
La puerta de las bodegas se abrió, y un haz de luz blanca procedente del interior deslumbró a los hombres y mujeres hacinados allí. Las cadenas tintinearon y los cautivos pegaron los rostros a los barrotes de sus celdas de metal cuando Galior Senatio descendió los escalones, con la barbilla alta y un sombrero emplumado cubriéndole los cabellos. Llevaba la misma túnica de brocado que luciera en las mazmorras, con las manos cruzadas a la altura del pecho para evitar que las mangas le arrastraran, y venía acompañado de cinco hombres armados de su guardia personal y el lacayo que siempre le seguía. Al penetrar en la viciada estancia, arrugó la nariz y examinó los semblantes de sus esclavos entre la penumbra.
- ¡Eh, tu!¡Maldito payaso, ya era hora de que aparecieras!¡Dijiste que nos indultarían! ¿Por qué estamos encerrados? – bramó una voz.
Galior parpadeó afectadamente y miró al hombre de la celda del fondo. Era el tipo corpulento de la barba negra.
- Dije que os indultarían y pasaríais a servirme, y eso es exactamente lo que ha sucedido. Estáis indultados. Y ahora me pertenecéis.
El gorila gruñó y apretó el rostro contra la celda, estrujando los barrotes entre los dedos.
- ¿Qué te pertenecemos? ¡Ese no era el trato!
- Deja de enturbiar la mañana con tu griterío, Thomas Bronn. Ahora, escuchad.
Galior se plantó en el centro de la cámara, con el ceño fruncido. Paseó la mirada entre los cinco hombres, examinándoles uno a uno. El tipo corpulento y calvo, el espigado de brazos grandes, el joven muchacho del parche en el ojo, el pelirrojo mudo y el elfo del pelo castaño. Sonrió a medias. Todos le observaban con desconfianza, aún vestidos con la misma ropa que habían traído de la cárcel.
- He pagado por vuestro indulto al Reino de Ventormenta, así que ahora tenéis una deuda conmigo. Me habéis costado mil oros cada uno. – dijo con sencillez – Mi nombre es Galior Senatio y soy un Señor de la Arena.
El caballero caminó unos pasos entre las jaulas, volviendo la cabeza a un lado y a otro con una sonrisa desdeñosa bailándole en los labios. Eran gruesos y carnosos, demasiado grandes, le daban un aspecto mórbido y desagradable. Los prisioneros seguían en silencio.
- Lucharéis para mí en las Arenas de Azeroth. No os faltará un plato de comida, atención sanitaria ni buen entrenamiento. Podréis pelear y matar, y os haréis famosos por ello. La gente gritará vuestros nombres en las gradas. Cosecharéis victorias y grandezas… o moriréis. – hizo una pausa, durante la cual nadie rompió la quietud. Los ojos de todos seguían fijos en él, punzantes - Puede que ahora no lo entendáis, pero lo que os ofrezco es un pasaje a la gloria. Sois delincuentes… y reincidentes. Lo mejor que os hubiera esperado tras cumplir condena era una vida de parias. Seguramente, de pobreza. Lo más probable es que hubiérais acabado muertos en un callejón o ahogados en los canales antes de que se cumplieran diez años desde vuestra libertad.
El muchacho del parche en el ojo se acercó a los barrotes y habló.
- ¿Y qué pasa si no queremos?
Galior se volvió hacia él y le examinó detenidamente. Bajo el jubón descosido, descubrió las suaves protuberancias de unos pechos casi inexistentes, y sonrió más ampliamente. Así que él era ella.
- No tenéis opción. Saldréis a la Arena, sí o sí. Si no queréis luchar, moriréis en ella el primer día. Eso es todo. Buen viaje, mis gladiadores.
Galior se dio la vuelta y volvió a la cubierta, cerrando tras de sí. La bodega volvió a quedar sumida en la oscuridad, y al cabo de un rato, las voces de los cautivos se dejaron oír en susurros quedos.
- Es mejor que morir en la horca – dijo el hombre espigado, en tono amargo – A mi me iban a colgar dentro de un mes. Si ese loro quiere que pelee, yo pelearé. Contra la soga no hubiera tenido ocasión de defender mi vida.
- Se supone entonces que ahora somos gladiadores – repuso el calvo, suspirando y apartándose de los barrotes – Bien, en cuanto me den una espada se arrepentirán de haberlo hecho. No pienso servir a nadie, nunca lo he hecho.
La chica del parche golpeó el metal de su celda.
- Cierra el pico, Thomas Bronn – espetó con sequedad – puede que en Ventormenta fueras un revolucionario, pero aquí no eres más que un esclavo.
- No oses mandarme callar o te sacaré el otro ojo, Cybill. Yo era tan leal como el que más. Bheril y yo peleamos contra esos inmundos orcos, ¿lo sabías? Somos héroes de la Primera Guerra y también lo fuimos en la última.
Una voz grave y musical interrumpió la conversación, con tono adormecido.
- No somos héroes de nada. Somos supervivientes de ambas. Y nada de eso importa ahora.
Durante un momento, nadie pronunció una palabra. Después, el espigado de los brazos grandes se sentó en un rincón de la prisión.
- Tiene razón. No importa lo que hayamos sido ni lo que hayamos hecho. Ahora sólo tenemos nuestros nombres, y algo me dice que los olvidaremos pronto, a menos que alguien nos los recuerde – murmuró. Después su voz se tiñó de una extraña gravedad – Daven Harlaw. Ese es mi nombre. Y solía ser cantero…antes de convertirme en asesino.
El barco se balanceaba. El mar rompía en el casco del navío, la madera crujía y las olas arreciaron al aumentar la intensidad del viento en el exterior. Dentro de la bodega, los presos apenas podían ver los contornos y las siluetas de sus compañeros, el brillo de sus ojos y sus rasgos difuminados en la sombra.
- Cybill – dijo la muchacha, al cabo de un rato – Cybill de los Lagos. Preferiría olvidar lo que solía ser, y si estás en lo cierto, Daven, puede que tenga esa suerte.
El calvo levantó el rostro.
- Thomas Bronn. Tom el Grande, me llaman, y era soldado independiente. Siempre fui libre.
Dicho esto, volvió a mirarse las rodillas, con el ceño fruncido. En la celda de al lado, el elfo del cabello castaño deslizó los dedos por los barrotes y los ojos azules destellaron por un momento, animando su semblante impávido. Pareció salir de su letargo, y su voz sonó cálida y expresiva al hablar, cargada de significado.
- Me hice llamar Bheril Hojalba, pero mi verdadero apellido es Hojazul. Soldado de Quel’thalas y maestro de armas – pronunció lentamente.
Tom frunció el ceño y levantó la mirada hacia él con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, cuando el barco dio un bandazo, y una última voz vibró entre el fragor de los mares.
- Yo soy Ulf Ulver. Solía ser mudo.
Los demás volvieron la cara hacia él, perplejos. El pelirrojo sonrió, mostrando las encías desdentadas, y después soltó una carcajada resonante.
Aldea Bruma Dorada, año 78 a.d.P.O.
- Se va a hundir.
- No se va a hundir, cállate.
La playa estaba desierta a aquellas horas. Los barcos pesqueros surcaban las aguas de plata a lo lejos, con sus velas triangulares recortándose sobre el cielo dorado de la puesta de sol. Las gaviotas surcaban el firmamento y las olas morían en la orilla con un murmullo suave y constante. Bheril, encaramado sobre los troncos con la caña de pescar a la espalda, ataba las cuerdas con expresión concentrada. Loras se había tumbado sobre la estructura y observaba lo que hacía su amigo, intentando imitarle, pero todos los nudos le quedaban demasiado flojos, por lo que Bheril no pudo evitar soltar una risilla.
- O puede que sí. Las sogas de una balsa no se atan como los cordones de unos escarpines, palurdo. Tienes que apretarlos más.
- No puedo apretarlos más. Además, se me van a hacer heridas en las manos.
- Es que tienes las manos como una señorita.
- Vete al infierno
Llevaban unas horas en la orilla, terminando de preparar la balsa que habían comenzado el día anterior. Sobre la arena, el cubo aguardaba la futura captura de los jóvenes pescadores. Bheril estaba seguro de que conseguirían muchas piezas. Había comprado cebos brillantes de colores y sedal nuevo para los dos. Sonrió, mientras terminaba de ajustar las gruesas cuerdas, pensando en la admiración que causaría cuando llegara a casa con su premio. Loras, sin embargo, parecía aburrido ya, y eso que todavía no habían empezado. Bheril le echó una mirada y negó con la cabeza.
- Venga, ya está. Levántate y ayúdame a empujarla.
- Voy.
La arena susurró, y al cabo de unos momentos, la balsa estaba flotando en la ribera. Los dos amigos se remangaron el pantalón y se subieron a su improvisado bote, que se quejó especialmente cuando Bheril se encaramó de un salto y estuvo a punto de arrojar a Loras al agua.
- ¡Ten más cuidado, tonto!
- Perdona, perdona. ¿Tienes la caña?
- Claro.
Prepararon los cebos y arrojaron el sedal, mecidos por el calmo oleaje. Loras bostezó y apoyó la espalda en la de Bheril, canturreando a media voz.
- ¿Vas a quedarte a cenar? – preguntó el mayor.
- Um… creo que sí.
Bheril asintió, con una sonrisa sincera. Loras, además de su primo, era su mejor amigo desde que tenía uso de razón. Era un elfo moreno y menudo, de piel atezada y muy desgarbado, que siempre destacaba en los juegos por ser rápido y ágil. Tenía los brazos muy largos y un rostro travieso, de rasgos vulgares pero simpáticos. Su carácter extrovertido le convertían en alguien de trato fácil en quien era sencillo confiar. Además, la familia de Loras había estado siempre bajo la protección de los Hojazul, y el padre de Bheril consideraba al patriarca de los Arahel como a un amigo y confidente, además de como un pariente. Por eso, los dos chicos se habían cogido afecto rápidamente durante la tierna infancia, y a día de hoy eran uña y carne.
- ¿Cómo te va en la academia?
Bheril estiró las piernas y sonrió con orgullo.
- Muy bien. Soy el primero de mi grupo. La mayoría no han tenido mucha práctica con la espada, pero el maestro es realmente bueno.
- ¿Es divertido? – volvió a inquirir Loras, volviéndose un poco hacia él.
- Bastante. A mi me gusta mucho.
- Qué suerte – suspiró el elfo moreno, hundiendo la cabeza entre los hombros con gesto abatido – Estudiar en el templo me aburre tanto que algún día me moriré de asco ahí dentro. Creo que voy a pedirle permiso a mi padre para hacer las pruebas en los Forestales, al menos allí podré tirar con arco.
Bheril enroscó el sedal y volvió a arrojar el cebo algo más lejos. La brisa les agitaba los cabellos y empezaba a refrescar. Tenían la camisa húmeda y las olas se escurrían entre los dedos de sus pies, haciéndoles cosquillas en las plantas.
- Pídeselo. A lo mejor, cuando termines la instrucción y tú seas forestal y yo soldado, nos vamos juntos de campañas. A la guerra contra los trols.
Loras se rió, asintiendo con la cabeza y con un brillo ilusionado en los ojos verdes.
- Eso sería genial. Pero espero que seas mejor soldado que pescador.
- Y yo que seas mejor arquero que balsero. ¿Seguro que quieres tirar con arco? Se te van a hacer heridas en los dedos al tensar la cuerda.
- Pues me acostumbraré, listo.
- Listo tú. Digo, tonto.
Se dieron unos cuantos codazos. Loras se dio la vuelta para recriminarle algo, cuando los troncos se abrieron y se encontró con el trasero encajado entre dos tablas, hundido en el agua. Bheril escuchó el crujido y se giró, arqueando las cejas al ver la escena y rompiendo a reír con una carcajada.
- ¿Pero qué haces? ¿Te estás refrescando el culo?
Loras soltó un gruñido y agitó la caña sobre su cabeza, intentando golpear con ella a Bheril. Al moverse, las tablas cedieron más, y esta vez fue su compañero quien hundió una pierna en el agua a través de los maderos, que se iban separando uno a uno.
- Idiota, ¿no habías asegurado los nudos?
- Los he asegurado. Los que se están abriendo deben ser los tuyos.
- ¡Si, hombre! Y un…¡aaah!
- Uy…
La última cuerda cedió y los troncos se separaron irremisiblemente. Los dos elfos se hundieron en el agua. Cuando asomaron la cabeza empapada, se quedaron mirándose con gesto perplejo.
- Adiós a nuestra barca – se lamentó Loras.
- Creo que tendremos que dar parte de naufragio a las autoridades portuarias.
Nadaron hasta la orilla y salieron del mar, empapados y con los anzuelos vacíos. El cubo había desaparecido en las aguas, y toda esperanza de cenar pescado se desvaneció. Bheril se escurrió la melena rubia y su amigo hizo otro tanto, observando los restos de su embarcación a la deriva. Después, con un suspiro, emprendieron el camino de vuelta, empapados y resignados.
- Oye Bheril.
- Dime.
- ¿Recuerdas nuestra lista?
Bheril frunció el ceño y le miró, levantando la ceja.
- ¿Qué lista?
- Esa que hicimos con todas las aventuras que íbamos a correr cuando fuéramos mayores – el muchacho asintió, y Loras continuó – Bien, pues borra “ser piratas”. Creo que somos gafes. Es la tercera balsa que perdemos esta semana.
El joven Hojazul soltó una carcajada.
- Pues la próxima tiene más probabilidades de salir bien.
Los dos amigos se perdieron en una curva del sendero, dejando una huella de pasos húmedos sobre la arena. Cuando las olas devolvieron el cubo a la orilla, no había nadie para recogerlo. El pez plateado que saltaba dentro se agitó y se removió, y al volver el mar a cubrir la playa, consiguió escapar por fin de su confinamiento
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