Ciudad de Ventormenta – Año 8 d.a.P.O.
- ¡Vamos! ¡Vamos, fuera! ¡Salid!
Las cadenas se tensaron y entrechocaron cuando el capataz comenzó a tirar de la larga fila de los condenados.
La mañana estaba pintada de gris plomizo y la lluvia arreciaba sobre la ciudad blanca. Más allá de las murallas de la prisión, los tejados azules y negros de la ciudad de Ventormenta se difuminaban en la neblina y el humo de las chimeneas se rizaba en volutas sucias que se disipaban al ascender hacia el firmamento. La ciudad era lluviosa, y más aún en aquella época del año. Tras la reciente guerra, aún se reponía de su destrucción. En el horizonte de la urbe se alzaban andamiajes y cables, columnas de hormigón y estructuras de madera que habrían de ser el esqueleto de una nueva Ventormenta, que se alzaría más resplandeciente que nunca, coronada de mármol blanco y resistente piedra, circundada por murallas que la protegerían de nuevas desgracias como la ya vivida. Las mazmorras habían resistido el ataque, un hecho que se tenía por afortunado. En tiempos oscuros, las almas de los hombres se tiñen de inquina, y las cárceles, para bien o para mal, se llenan más que nunca.
Los presos caminaron sobre las losas húmedas, una columna de hombres cabizbajos y mal vestidos con grilletes en las manos que se alinearon de espaldas al muro siguiendo las órdenes de su guardián. Frente a ellos, cinco hombres uniformados escoltaban a un tipo enjuto, cubierto por una capa de pieles y con una cinta de metal en la frente. Un criado sostenía un paraguas sobre su cabeza. Las gotas repiqueteaban en las hombreras de acero bruñido de los soldados de Ventormenta que custodiaban a los reos a la espera de que el Señor hiciera su elección. Entretanto, el capataz fijó los extremos de la cadena a la que estaban prendidos en las argollas de la pared, cerrando los grilletes con un chasquido y girando la llave. Luego se alejó unos pasos.
El hombre de la cinta tenía el cabello blanco y el porte regio de los grandes mercaderes. Caminó algunos pasos, deteniendo la mirada sobre los ejemplares que le parecían más apropiados, como un comprador crítico en el mercado de otoño. El criado le seguía, salvaguardando sus ricos ropajes de la humedad del chaparrón, mientras el caballero examinaba con atención a cada uno de los hombres apresados.
- ¿Cuántos de vosotros sabéis luchar? – preguntó el comerciante, haciendo un gesto vago para recogerse la larga manga de su túnica.
Unas cuantas figuras dieron un paso adelante. Garbel Senatio esbozó una media sonrisa, se acercó a uno de los guardias y le sacó la espada de la vaina, arrojándola al suelo. El metal cantó, golpeó las baldosas y se humedeció con las lágrimas del cielo otoñal. Los otros cuatro centinelas hicieron otro tanto, dejando sus armas sobre el suelo, a varios pasos de los reos. Las miradas de los detenidos se fijaron en las hojas brillantes con ansiedad.
- Hay cinco espadas aquí. Cinco de vosotros recibirán el indulto y serán liberados para pasar a mi servicio. Pero para ello, tenéis que alcanzarlas y empuñarlas.
La voz de Garbel Senatio hacía eco entre los muros cenicientos del patio, que se vistieron de un silencio sepulcral cuando éste terminó de hablar. Los hombres que habían dado un paso adelante se miraron entre sí de soslayo, con ojos desconfiados.
Finalmente, uno de ellos se precipitó hacia delante, tirando con fuerza de las cadenas y haciendo caer al suelo a algunos de los hombres que habían permanecido en su lugar. Se trataba de un hombre alto y calvo, corpulento, de aspecto fiero y barba desaliñada y negra como un matorral. Apretó los dientes y gruñó, tratando de avanzar hacia las armas. Sus pies descalzos resbalaban en el suelo mojado. Cuando cayó de bruces, apenas pudo sostenerse sobre las manos esposadas, y siguió gateando, tirando de las cadenas y con la mirada inyectada en sangre fija en los cinco sables.
El Señor de la Arena sonrió con enfermiza complacencia.
Pronto, otras voces se escucharon. Los hombres intentaban acercarse al centro del patio, donde las espadas relucían con la promesa de la libertad, pero las cadenas que les mantenían prisioneros no les permitían llegar a ellas. Los dedos del hombre barbudo se crispaban, estirándose, pugnando por rozar una de las empuñaduras doradas, aún demasiado lejana. Un par más habían conseguido acercarse. Otros, trataban de entorpecer el avance de sus compañeros, lanzándose miradas de lobo y murmullos amenazadores.
Garbel Senatio compartió una sonrisa torcida con uno de los soldados, que sonreía maliciosamente al observar la escena. Pronto llegaron los golpes y los empujones, como siempre solía suceder. Un par de exclamaciones alarmadas capturaron la atención del Señor de la Arena, que desvió la mirada de nuevo hacia los reos.
- Vaya, mira eso – dijo para sí, frunciendo el ceño y ladeando la cabeza.
Uno de los presos, un elfo alto de orejas largas y cabellos castaños, oscurecidos por la lluvia, estaba tendido boca abajo en el suelo, con los brazos estirados, de espaldas a las armas. Tenía el rostro ladeado hacia atrás y la expresión tranquila, con la mirada algo perdida. Con la punta de los pies formando una pinza, estaba intentando atrapar uno de los sables.
Pronto, otros tres imitaron su postura, comprendiendo que era el único modo de alcanzar las armas.
- ¡Con los pies! – gritó el calvo, dándose la vuelta para dejarse caer en el suelo - ¡Haced como hace él, cogedlas con los pies!
Galior arqueó las cejas, sorprendido. Luego volvió a sonreír.
- Fascinante – comentó al guardia que había a su lado – Normalmente, damos las espadas a los cinco que han mostrado más tesón en intentar cogerlas, pero nunca lo consiguen por sí solos. Parece que ese orejas largas tiene cabeza.
Observó con interés al elfo, que había logrado enganchar la guarda del sable entre las puntas de sus botas gastadas y ahora tiraba de ella hacia sí, despacio, sin dejar de mirar hacia atrás con gesto de concentración. El acero silbaba al escurrirse sobre las losas de piedra, rechinaba y murmuraba. Cuando hubo conseguido moverla lo suficiente, se dio la vuelta hasta tumbarse boca arriba. Las cadenas tintinearon.
Galior observaba con más que curiosidad el hábil proceder del prisionero. Cuando le vio levantar el arma unos centímetros del suelo, colando debajo de la hoja la punta del pie y empujando, meneó la cabeza. “¿Está loco?”. Ágilmente, tras colocarse el filo sobre el empeine, el quel’dorei proyectó la espada de una patada certera hacia arriba, se incorporó, estiró ambas manos, tensando las cadenas, y agarró la empuñadura en el aire con las dos manos esposadas.
- Increíble
- ¡Bien hecho, Bheril! – exclamó el calvo.
El elfo se giró a mirar a su compañero. Con la espada en las manos, volvió al suelo y la utilizó para acercar el arma más próxima a las manos del hombre corpulento.
- Basta – interrumpió Galior, sacudiéndose la túnica. – Recoged las otras tres.
Los guardias obedecieron, ante las protestas de algunos prisioneros, que fueron rápidamente atajadas con los latigazos del capataz. Luego, los centinelas arrebataron las espadas del elfo y el hombre calvo. El primero no reaccionó mas que con una mirada desdeñosa, pero el hombre corpulento gruñó a los soldados, aunque entregó el sable sin protestar más.
- Me llevaré a esos dos. Los otros tres… - repasó la fila con la mirada – ese, ese y ese.
El dedo del Señor de la Arena hizo sus elecciones bajo la lluvia, que empezaba a ser torrencial. Después, Galior Senatio se dio la vuelta y desapareció por uno de los portones seguido por el criado del paraguas, mientras los reos eran conducidos de nuevo hacia el interior.
Bheril, con el cabello empapado y las ropas manchadas de barro, dirigió una mirada hacia atrás antes de desaparecer tras la puerta blindada.
Ciudad de Lunargenta – Año 78 a.a.P.O.
La Academia Militar de Lunargenta era un edificio amplio, de muros blancos como la luna llena y ventanales de cristal tintado en azul y oro. Los pendones de Quel’thalas ondeaban bajo el resplandeciente sol de la mañana, acariciados por una suave brisa, y el reflejo de los dorados pináculos de la ciudad destellaba en las alturas como estrellas diurnas.
Bheril ascendió los escalones, sonriente y seguro de sí mismo. Entró en el gran cuartel, buscando con la mirada la puerta correcta y arreglándose el uniforme de aprendiz antes de carraspear y llamar con los nudillos. A su alrededor, algunos soldados iban y venían, imponentes en sus armaduras pese a ser sólo las de entrenamiento. También pudo ver a algunos muchachos poco mayores que él, que se dirigían con sus instructores al campo de entrenamiento situado al otro extremo de la construcción.
Los batientes se abrieron y el Maestro Aldenar Thuor le miró con el ceño fruncido, tratando de ubicarle. Luego miró alrededor, como si esperase a alguien más. Bheril se llevó la mano al pecho y se cuadró, incapaz de dejar de sonreír.
- Sinu a’manore, Señor. Se presenta Bheril Hojazul, hijo de Beleth Hojazul – el chico continuó, al ver que el Maestro de Armas no decía nada y seguía observándole sin comprender qué hacía allí - Hoy es mi primer día. He sido asignado bajo vuestra tutela.
Aldenar Thuor ladeó la cabeza y observó la postura del muchacho, cruzando los brazos. Llevaba el largo cabello rojo recogido en un copete alto, y su semblante era severo. Luego asintió y le hizo un gesto hacia el interior.
- Entra, aprendiz.
Aldenar cerró la puerta cuando el joven hubo entrado, y se entretuvo pasando los cerrojos y echando las cortinas, mientras seguía hablando.
- Conozco a tu padre y a tu abuelo. Si tienes la mitad de su talento, saldrás de aquí convertido en un buen guerrero, pero no creas que te va a resultar fácil. El entrenamiento en la Academia de Lunargenta es el más duro de Quel’thalas. Nuestros principios de disciplina son estrictos, y…
Aldenar arqueó las cejas al darse la vuelta y guardó silencio. El muchacho estaba colocado en posición, en el centro de la sala, frente al espejo. Había tomado uno de los sables de instrucción y aguardaba, serio y en posición de guardia media, tal y como se comenzaban los entrenamientos. El Maestro de Armas observó su postura y su actitud, esbozó una sonrisa disimulada y se colocó frente a él.
- Muy bien. Pero este no es el verdadero principio, aprendiz Hojazul.
El chico arrugó el entrecejo y le miró, confuso. Aldenar le quitó la espada de las manos y la arrojó al suelo, a unos pasos de él. Después se dirigió a la estantería, tomó una tiza y trazó una línea sobre la tarima de madera, delante de los pies de Bheril, que observaba el proceder con sorpresa.
- ¿Sabes cual es la mayor tragedia del guerrero, aprendiz Hojazul? – preguntó el maestro, incorporándose.
- Um… ¿Perder su honor, señor?
- Esa es la mayor tragedia para todo hombre de honor, joven. También la del guerrero, sí. Pero para un guerrero, con honor o sin él, su mayor tragedia es ser desarmado. Y eso sucede constantemente en el combate real.
- Sí, señor.
- Ahora, empezaremos por el verdadero principio. Consigue la espada. Debes alcanzarla sin que tu cuerpo abandone completamente el espacio que hay detrás de la línea. Me da igual si mantienes dentro un dedo gordo o el pie, pero alguna parte de tu cuerpo debe estar siempre detrás de la línea. ¿Entendido?
Bheril tragó saliva, reponiéndose de su perplejidad y asintió.
- Sí, señor.
- Bien. Puedes empezar.
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