miércoles, 22 de diciembre de 2010

4.- Instrucción



Arena de Tanaris, año 8 d.a.P.O.

 
Los toldos extendidos salvaguardaban al público del sol hiriente del desierto. Aferrados a las rejas de metal, se apretaban contra la gran jaula de la Arena, alzando sus voces en un griterío ensordecedor y lanzando vítores, animando a los combatientes. Goblin, trols, humanos y enanos, apiñados como aves rapaces contra la enorme cúpula de acero retorcido, disfrutaban del espectáculo que habían pagado, con el gesto ávido y miradas vibrantes de excitación. La Arena de Gatgetzan era una jaula circular, de cuya bóveda pendían cadenas y garfios y con un suelo de tierra seca y manchada de sangre. En una esquina, un goblin con un megáfono retransmitía lo que sucedía en el campo de batalla, con una emoción exagerada.

- ¡Y ahí va de nuevo Rompecráneos, eso ha sido sin duda un buen golpe!

Los asistentes lanzaron un fuerte abucheo dedicado al gladiador, que salió despedido hacia las rejas y se estrelló de espaldas, cayendo después de bruces contra el suelo. Era un humano con trenzas en el cabello rubio, que ahora vomitaba sangre mientras el enorme trol primitivo avanzaba a grandes pasos hacia él. Era una mole con colmillos enormes y de aspecto achatado pero contundente, de ocho pies de alto y con manos como cepos. Agarró de la pierna al humano de las trenzas y le arrastró.

- ¡Ahí lo tenemos! ¡Parece que este combate ya está decidido! ¿No es así, amigos?

El griterío se intensificó, hirviente y ansioso. El gladiador hundía los dedos en la tierra, tratando desesperadamente de escapar, mientras la bestia tiraba de él. Ya había dos moribundos colgando de los garfios de la cúpula, cuerpos que se desangraban lentamente y observaban a la concurrencia con ojos vacíos. El Rompecráneos era la fiera del momento. Su salvajismo sin límites gustaba a los espectadores.

Los Señores de la Arena observaban con indiferencia el transcurso de aquella pelea. A Garbel Senatio no le resultaba especialmente agradable la escena sangrienta que tenía lugar, pero tampoco le afectaba demasiado. Lo único que le parecía patético y humillante era que su luchador no fuera capaz de oponer más resistencia; eso le estaba haciendo quedar bastante mal ante el resto de los Señores. Por eso, cuando Roland se acercó a susurrarle, sonrió con un destello en la mirada y asintió, haciendo un gesto al Señor Organizador. Consultaron durante unos segundos, y finalmente se volvió hacia Roland.

- Sí, que salga ahora.

El hombre de las trenzas había logrado zafarse de la presa del monstruo. Trepaba por la jaula de metal, intentando vanamente huir o encontrar su arma. El público le pateaba las manos y movía la espada brillante y metálica aquí y allá, golpeándola con bastones a través de las rejas. Sus risas eran crueles, sus miradas enfermizas estaban deseosas de más sangre y más violencia. El gladiador les escupió cuando alguien le cortó los dedos con algo afilado y cayó de espaldas sobre la arena de nuevo.

Y de nuevo se alzaron los aullidos de excitación y júbilo cuando la mano de dedos aberrantes se cerró en el cuello del luchador. El trol le levantó en vilo y se dirigió a uno de los ganchos que quedaban libres.

- ¡Muerte!¡Muerte! – coreaba el público, centenares de rostros, apiñados, sudorosos, con sádicas sonrisas, excitados y hambrientos como demonios.

Una de las puertas enrejadas se abrió con un chirrido, y una figura alta emergió desde la oscuridad del foso. La bestia volvió sus ojos amarillos hacia la nueva presa. El gladiador condenado trató de enfocar la vista, y el goblin volvió a hablar.

- ¡Vaya vaya! ¡Esto se pone cada vez más interesante! ¡Parece que tenemos un nuevo participante en la contienda!

El elfo tenía el torso desnudo y unos simples pantalones de cuero. No había armadura que le protegiera, ni escudo tras el que pudiera defenderse. Llevaba una espada larga en una mano, de hoja curva; en la otra, una garra de metal. Un asistente estaba ajustándole la correa de esta última a la muñeca. El cabello dorado sucio le enmarcaba el rostro como la melena ondulada de un león, y sus ojos azules recorrieron el entorno con gesto frío y contenido, una sola vez. Después, la puerta se cerró a su espalda. Golpeó el suelo un par de veces con la espada y se arrojó contra el monstruo.

Garbel Senatio sonrió. La audiencia aumentó el griterío, y Rompecráneos gruñó, utilizando la mano libre para descargar un puñetazo sobre el recién llegado. El elfo esquivó el puño a la carrera, se ladeó y ejecutó un corte rotundo en la articulación de la criatura, con una única exclamación seca y marcial. Como una tijera, el filo cayó sobre los tendones del codo y luego se elevó, desprendiéndose de la carne. Rompecráneos bramó, sus ojos ictéricos se inflamaron y soltó al gladiador vencido, que se desplomó sobre el suelo con un jadeo.

El público enloqueció, ante la satisfacción de los señores de la Arena.

- ¡Es Halazzi! – chilló el goblin, imponiendo su voz sobre el escándalo de la audiencia - ¡El lince de los bosques élficos, aquí le tenemos, al fin, y cara a cara con el terrible Rompecráneos, ni mas ni menos!

El trol se abalanzó sobre el elfo, con un brazo chorreando sangre negra. Halazzi aguardaba antes de retomar su carrera y volver a esquivarle. Saltaba hacia las paredes de rejilla, se colgaba de ellas con la garra y trepaba como un felino, seguido por las manos y los ojos de los espectadores. Rompecráneos intentaba alcanzarle, mas fuerte pero más torpe, sin conseguirlo. En un momento dado, su puño se dirigió hacia el cuerpo del elfo que aguardaba apuntalado en la pared de la jaula, sosteniéndose en los talones y con las garras de metal, como una araña. Al ver su movimiento, saltó hacia los garfios y se agazapó sobre uno de ellos, en un equilibrio insospechado. La mano de la criatura se estrelló en la verja y acto seguido, se lanzó hacia él, furioso y descontrolado como una tempestad.

El vocerío coreaba el nombre de Halazzi, también el de Rompecráneos. El trol extendió los dedos y volvió a rugir, haciendo vibrar el metal con la potencia del sonido. Halazzi saltó a su brazo, se sujetó a uno de los colmillos mientras la bestia cerraba la mano en el gancho y gritaba, esta vez de dolor. En dos movimientos, el elfo hundió las garras de acero en la carne blanda del rostro de su enemigo, y después, la espada en su ojo hasta la guarda. Con los dos brazos inutilizados, Rompecráneos escupió su último estertor, un aullido profundo y rabioso. Se agitó, tembló y se desplomó, con la izquierda aún incrustada en el garfio libre y el brazo derecho desangrándose por la herida que le había seccionado venas y tendones.

Los espectadores prorrumpieron en un grito unánime. El goblin se desgañitaba por el megáfono, mientras Garbel Senatio sonreía y recibía las miradas y palabras de admiración de los demás señores de la arena.

- ¡Increíble!¡Inesperado!¡Inconcebible lo que acabamos de ver, amigos!¡El fin de Rompecráneos, aquí termina su reinado!¡El rey ha muerto! ¡Saludemos al nuevo héroe de la Arena! ¡Salve Haaaaaaaalazzi!

Abajo, sobre la tierra, el elfo recuperaba el resuello, manchado de sangre oscura y tratando de limpiar la espada en la piel del trol casi con desespero. El gladiador herido había conseguido incorporarse. Quería acercarse a darle las gracias, pero los asistentes de los Señores de la Arena y los hombres de armas le arrastraron al interior del foso.

Entretanto, en el escenario, el lince de los bosques élficos dirigió una mirada gélida y distante al público. La concurrencia esperaba que saludara, que alzara la espada en señal de victoria, pero nada de eso ocurrió. Halazzi volvió frente a la puerta de metal y esperó a que se abriera para él. Garbel Senatio frunció ligeramente el ceño, observando la reacción del público, pero aquella rudeza y falta de interés hacia ellos parecía volverle aún más loco. Gritaban su nombre, el nombre de su gladiador. Había triunfado. Curvó los labios carnosos y estrechó la mano de Roland.

Abajo, en los fríos pasillos del foso, los gladiadores volvieron a ser encerrados en sus jaulas. Samwell fue someramente revisado por un médico, empujado a su prisión y todos los asistentes, entrenadores y enfermeros abandonaron los oscuros pasillos de piedra. Samwell se dejó caer en el rincón de su celda, aún temblando. Era consciente de lo cerca que había estado de la muerte, y el dolor le mordía cada nervio, cada músculo y cada hueso. Aun así, antaño había sido un hombre que algo conocía el honor, lo suficiente como para entender la gratitud.

- Gracias – murmuró, volviendo apenas el rostro hacia la jaula contigua – viviré un día más.

La respuesta llegó al cabo de unos segundos, en una voz lenta y grave, musical.

- No hay de qué.

Halazzi estaba sentado, mirándose las manos con los ojos vacíos y el semblante inexpresivo. Aún estaba manchado de sangre ajena, le habían quitado la garra y ahora sólo era un elfo desarmado, encerrado y distante. Samwell se le quedó mirando, agotado y sin ser capaz de definir sus pensamientos. Le vio fruncir levemente el ceño, y luego volvió a oír su voz.

- Coge la espada.
Samwell arqueó la ceja.

- ¿Qué?

Los nuevos gladiadores de Garbel Senatio llevaban apenas cinco días en Tanaris, pero los antiguos ya sabían algo de ellos. Este Halazzi decían que estaba loco. Hablaba poco y siempre parecía perdido en sí mismo, adormecido, excepto en los entrenamientos. Entonces, sus ojos se iluminaban como llamas cálidas y azules y su cuerpo cobraba vida, dejaba de ser una sombra y relumbraba como una estrella con sus movimientos estudiados y su elegante estilo de combate.

- Puedo ayudarte a mejorar. Si vuelves a avergonzar al señor, serás pasto de las fieras.
- Lo sé – respondió Samwell, con un suspiro dolorido y agotado – No sé como vas a ayudarme ahora. Y no tengo espada.

Halazzi ladeó la cabeza y le miró por primera vez, como si aquello no importara.

- Imagínala.

Samwell frunció el ceño. El foso estaba en silencio y casi a oscuras. Los demás gladiadores dormían o estaban arrinconados, sumergidos en sus recuerdos o en sus sueños imposibles. En aquel lugar, nadie prestaba demasiada atención a los demás si no era necesario. Finalmente, extendió el brazo y cerró los dedos, como si empuñara un arma inexistente. Halazzi hizo otro tanto, con las dos manos, mirando el filo invisible de su espada imaginaria. Su voz era suave y serena.

- Lo primero es saber cogerla.






Isla de Quel’danas, año 68 a.a.P.O.

- Lo primero es saber cogerla.

La brisa era cálida y el sol del mediodía se reflejaba sobre las aguas cristalinas del mar. Le arrancaba destellos plateados al océano, como a una cota de mallas reluciente, de cristal y mitril, y cegaba los ojos si se miraba durante demasiado tiempo. Bheril estaba de pie sobre la arena. Se había quitado las botas, llevaba la guerrera del uniforme abierta y la espada de entrenamiento en la mano.

Frente a él, el joven de los ojos rojos le observaba como si deseara estrangularle y tirarle a una zanja. Bheril asintió y le hizo un gesto, señalando el arma que Iranion llevaba a la cintura.

- Vamos, cógela.

Iranion Lamarth’dan desenvainó con un gesto rabioso y sostuvo la espada delante de sí.

Su semblante era de digno desdén, tenía el cabello recogido y algo mejor aspecto que el día anterior, cuando había acudido a la playa después de la paliza de su vida. Hacía días que Bheril venía observando lo que tenía lugar en los entrenamientos. Los Hojalba imponían disciplina y trabajo duro, cosa que a Bheril no le desagradaba en absoluto. Pero a la hora de batirse unos contra otros, había detectado la saña cruel con la que algunos compañeros descargaban su frustración contra el hijo de Sahenion. El hijo de Sahenion, un joven antipático con una actitud detestable que despertaba sentimientos bastante agrios entre los jóvenes reclutas de los Hojalba, pero que a Bheril en estos momentos no le parecía más que la víctima de una injusticia retorcida y poco honorable. Sus compañeros aprovechaban la inferior habilidad del Lamarth’dan en las armas para descargar contra él la envidia por su posición o el asco que les producía su comportamiento prepotente y desdeñoso, y utilizaban la excusa del entrenamiento para ello. No estaba bien, así que Bheril se había ofrecido a ayudarle. Sabía que para Iranion eso era un insulto, pero no le importaba demasiado aquel pensamiento tonto.

Por eso, hacía caso omiso de sus miradas aviesas y sus resoplidos condescendientes, e intentaba no reírse demasiado, aunque le resultara tan graciosa su manera de actuar. Examinó la posición de Iranion cuando desenfundó y negó con la cabeza.

- Mira, baja un poco la punta y separa más los pies – dijo, poniéndose detrás de él para corregirle la postura de las manos, dándole un golpe suave con la punta de la bota en los talones.

El Lamarth’dan se revolvió y le apartó, empujándole con el hombro y mirándole con ira escandalizada.

- Limítate a la instrucción – le espetó.

Bheril sonrió a medias, volviendo a su lugar.

- Es lo que estoy haciendo, aunque creas que no. ¿Vas a cogerla así, entonces?
- Así está bien – soltó Iranion con altivez.
- De acuerdo. Ataca, entonces.

El Lamarth’dan apretó los dientes y le relampaguearon los ojos al lanzarse hacia él. Bheril sólo necesitó ladearse un poco y golpear en su arma con un gesto oblicuo para hacerla caer sobre la arena de la playa. Iranion suspiró, con gesto digno y manteniendo una falsa serenidad antes de volver a coger la espada.

- ¿Sabes lo que es el punto de tensión? – dijo Bheril, antes de darle tiempo a hacer algún comentario y sin mostrar ningún atisbo de regodeo ante la demostración. Luego prosiguió, sin dejarle responder. – Si coges el arma como si estuvieras estrangulando un pollo o sosteniendo un ramo de flores, no tienes punto de tensión. Debes agarrarla con firmeza pero sin crispación, y en un ángulo en el que seas consciente de su peso, para que tus músculos encuentren el punto de tensión. Debes notar un tirón aquí.

Bheril le tocó la cara interna del antebrazo con la punta de su espada. Iranion se le quedó mirando un momento como si fuera un bicho raro. Después suspiró, asintió y separó los pies, colocando el arma como le había indicado.

- ¿Puedes notar el peso?
- Claro que puedo notar el peso.
- Ahora, cógela como hacías antes.
El Lamarth’dan volvió a atravesarle con los ojos carmesíes. Bheril asintió, arqueando las cejas. El joven del cabello blanco levantó la punta hacia arriba como había hecho anteriormente, arqueando una ceja con cierto desdén.

- ¿A que no sientes el peso igual?
- Pesa menos. Por eso la cojo así.
- Por eso precisamente, no debes cogerla así. Es engañoso – explicó Bheril, con gesto grave. Hizo los movimientos mientras hablaba  – Así, el centro de gravedad va hacia abajo, no tenemos un punto de tensión que nos permita controlar al cien por cien el movimiento. Parece que pesa menos. Al atacar, el peso se desequilibra, sorprende al músculo y perdemos el control del arma, tenemos que forzarnos a mantenerla y nos crispamos, lo cual sólo consigue que sea más sencillo desarmarnos para nuestro enemigo. La posición que te he mostrado, entre alta y media, es la mejor para empezar; así te acostumbrarás y dominarás verdaderamente la espada como si fuera parte de ti. Al principio es molesto, pero ¿notas cómo tira?

Iranion parpadeó, moviendo de nuevo la espada hacia la posición que indicaba Bheril.

- ¿A que parece que haya un hilo tenso desde tu brazo hacia la punta del arma?
- Si.
- Eso es lo que debes buscar siempre – asintió Bheril, colocándose a su lado y adquiriendo la postura que tan bien conocía – Mientras exista ese hilo mágico, la espada está unida a tu brazo, desde la punta hasta la guarda. Será una prolongación de tu brazo. Tendrás muchísimas más posibilidades de acertar todos los golpes, y muchísimas menos de ser desarmado.

Iranion elevó el labio superior en una mueca.

- Hilo mágico… sí, claro.
- Bueno, es un símil – añadió Bheril, sonriendo de nuevo.

El Lamarth’dan estaba a la defensiva y no era precisamente una persona agradable. De vez en cuando desviaba la mirada hacia el mar rompiente y parecía incómodo y disgustado. Bheril era bien consciente de que estaba ahí porque era la única oportunidad que veía de poder sobrevivir a la Academia y graduarse sin quedar inválido. Obligado por las circunstancias.

- Ven, vamos a bailar con el mar.
- ¿Qué?

Ignoró su perplejidad y se dirigió a la playa. Se sacó las botas, se remangó los pantalones y se colocó en posición, mientras las olas lamían la arena y le cosquilleaban en los empeines. Iranion se había quedado atrás.

- Empezamos así, con los pies separados y la hoja entre media y alta.
- Creo que esto es una pérdida de tiempo – replicó Iranion, en tono seco e indignado – si lo que querías era tomarme el pelo, puedes irte olvidando. ¿Bailar con el mar?
- Las olas marcan el ritmo – replicó Bheril – son constantes y ordenadas, y tú atacas como un animal, sin orden ninguno. Esto te va a venir bien.
- ¿Qué yo qué…? Belore, puedes irte al infierno.
- Un golpe a cada ola. Empezamos así.

Bheril hizo los tres movimientos. Realmente no le importaba en absoluto si Iranion se daba la vuelta y se iba, él mismo disfrutaba con lo que estaba haciendo, con Iranion o sin él. Una ola, cambio a guardia alta. Otra ola, un avance con el pie izquierdo y ataque medio. Otra ola, defensa. El olor a salitre se le pegaba al paladar, las gaviotas surcaban el cielo y su respiración se acompasó con el oleaje. Podía sentir el viento en la espada, la espada en las manos, la vibración del metal acariciado por la brisa. Mi espada, mi alma, mi espada, mi cuerpo, soy mis armas. Esos eran los lemas que se repetían en su interior.

No se volvió cuando escuchó el chapoteo a su lado, se limitó a mirar al otro elfo cuando la hoja de su sable le devolvía el reflejo de los ojos escarlata. Iranion le observaba de vez en cuando mientras seguía sus gestos, y aunque al principio se le oía refunfuñar algo incomprensible por lo bajo, poco a poco su semblante se fue relajando hasta adquirir un gesto tranquilo y concentrado. Los minutos transcurrieron en el ejercicio lento y medido, hasta que los movimientos del joven de cabello blanco fueron volviéndose fluidos y desapareció la tensión en sus hombros.

- Es como un vals de tres – murmuró Bheril al fin, sin detenerse.
- Si que lo parece.
- En el fondo, el combate también puede ser una danza…llega un punto en que todo es fácil y natural.
- Ya, cuando conoces bien a tu pareja – replicó el Lamarth’dan, arqueando la ceja.
- Si, en este caso, tu espada.

Bheril miró de reojo a Iranion con una media sonrisa, Iranion carraspeó. Al notar que iba a volver a sacar la artillería, Bheril atajó rápidamente con una nueva indicación.

- Al tener los pies más separados, puedes moverte con más facilidad y resistir los embates de tu rival.
- Los maestros de esgrima enseñan que es más correcto mantenerlos juntos – repuso el Lamarth’dan, tras un momento de duda. Seguía el filo del arma con los ojos. – Demasiado separados es antiestético.
- No es cuestión de espatarrarse como una rana aplastada, pero en parte tienen razón – admitió Bheril – Es más correcto tenerlos más juntos en esgrima de exhibición, con florete o sable fino. El tipo de combate de los Hojalba requiere otras posiciones.
- Tus símiles son de muy mal gusto.
- ¿Nunca has visto una rana aplastada?
- Afortunadamente, no.
- Pues le he metido una bajo la almohada a Thaldor Hojardiente. Con suerte, esta noche te estrenas.

Bheril se rió entre dientes, y le pareció escuchar una risa contenida a su derecha, que Iranion disimuló tras una tos repentina y forzada. Después enfundó el arma y se quedó mirando las olas, negó con la cabeza y se dio la vuelta.

- Estoy perdiendo el tiempo aquí.

Se dio la vuelta y echó a andar, sin despedirse. Bheril sonrió a medias.

- Mañana veremos enfoque en ataque – informó, sin volverse.

Prosiguió con los ejercicios, observando de vez en cuando el reflejo en la hoja de acero. El destello de una mirada rojiza y enfurruñada le llegó desde la lejanía.

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