martes, 15 de noviembre de 2011

9.- Señor






Tanaris, año 12 d.a.P.O.


Garbel Senatio había alquilado una casa en la Calle de los Mercaderes, encima de un comercio de telas y brocados. Las ventanas daban al desierto y desde el piso inferior, el único olor que se elevaba hasta penetrar en su hogar era el del incienso perfumado y  las telas y el cuero. Aquellos perfumes le agradaban, y al fin y al cabo podía permitirse pagar lo que costaba el local. Aquella tarde se encontraba en su despacho, reclinado en un diván y tomando sorbos de una copa de vino dulce, aguardando la llegada de su invitado especial con una leve inquietud en el estómago.

Trabajar con gladiadores es una profesión delicada. Nadie sabe cuánto salvo quien se dedica a ello. Normalmente, los gladiadores son gente brutal, belicosa, que vive por y para la sangre y la gloria de la victoria. Sin embargo, de cuando en cuando aparecen figuras distintas, hombres o mujeres que marcan una diferencia. Esa diferencia es al principio estimulante para el público, para los rivales y para los compañeros. Pero con el tiempo, puede convertirse en un problema.

Garbel Senatio tenía un problema que resolver en aquellos momentos.

Los primeros en llegar fueron los miembros de su guardia personal. Les vio dibujarse más allá de las cortinas de gasa azul que daban acceso a la salita, y les hizo un gesto para que entraran. Los soldados, silenciosos y profesionales, se distribuyeron en la pequeña estancia.

- No le quitéis los ojos de encima. No importa que lleve cadenas, no olvidéis que ese elfo me amenazó de muerte, y lo hizo una única vez.

Los soldados le miraron de reojo y asintieron. Los muy estúpidos probablemente no lo entendieran, pero Garbel Senatio sabía que los fanfarrones amenazan varias veces y con mucho escándalo. Cuando alguien te mira a los ojos y te dice sencillamente que te matará, es como para tomárselo un poco más en serio.

A los pocos minutos, apareció Roland y otros dos guardias, escoltando a Halazzi. La mirada del elfo seguía perdida y extraña, pero cuando se detuvo en el centro de la sala, los ojos azules se fijaron en los de Garbel Senatio y se quedaron ahí.

Garbel sonrió.

- Bienvenido a mi hogar.

El elfo no respondió. Llevaba el torso desnudo y el cabello mojado. Le había crecido mucho en aquellos años: los bucles se le ondulaban sobre los hombros y hasta la mitad de la espalda con un tono apagado, de otoño y niebla. Los pantalones de cuero estaban gastados y descoloridos. Le miró los brazos, el pecho, el vientre. Estaban prácticamente limpios de cicatrices.Una de las particularidades de Halazzi era su habilidad para evitar ser alcanzado. Cinco años en la Arena le habían vuelto aún más experto en el combate, pero apenas habían dejado marcas sobre su piel.

- ¿Quieres sentarte?

Garbel hizo un gesto hacia los cojines de la alfombra. Halazzi tardó en reaccionar: miró en esa dirección, luego le miró a él y no respondió. Tenía las manos y los pies encadenados, por lo que su movilidad era limitada, pero habría podido sentarse perfectamente. Si hubiera querido.

- Bueno. Tú mismo.  – Garbel dio otro sorbo de vino y se acomodó más, observando a su silente invitado. – Te preguntarás por qué te he hecho venir… supongo. Aunque contigo nunca se sabe. La mayoría de las veces ni siquiera parece que estés aquí realmente.

Se encogió de hombros y luego prosiguió.

»Tengo que felicitarte. No sé si eres consciente de tus logros pero ya eres una estrella reconocida de la Arena. ¿Has escuchado cómo gritan tu nombre entre el público? ¿La manera en la que te anuncian? Halazzi siempre es el primer reclamo en los carteles, y aunque han pasado cinco años desde que comenzaste a pelear para mí, no has perdido ningún combate. Han venido importantes Señores de la Arena a ofrecerme altas sumas por ti, pero siempre me he negado.

Garbel hizo una pausa, mirando al elfo. ¿Le estaría escuchando verdaderamente?

»El público empieza a tenerte un cariño excesivo, ¿sabes? Mis corredores de apuestas me han dicho que  la gente se pregunta qué hace alguien como tú peleando en la Arena. Que están hablando acerca de la espada de madera y de tu libertad. Todos saben que no te gusta luchar en la Arena, pero que aun así, lo haces mejor que nadie. Te han visto trabajar en equipo con tus compañeros, interponerte entre ellos y la muerte cuando las cosas se han puesto feas. Te han visto cometer heroicidades y estupideces, errores y aciertos. Y todos les han encantado. Lo bueno, lo malo. Maldita sea, les gustas. Y eso me llena los bolsillos, pero también me pone en aprietos, y últimamente ya empieza a ser complicado justificar esto. Cinco años es mucho tiempo. Pocos gladiadores duran tanto y con tanto éxito. ¿Cuántos estuviste tú en la cima, Roland?

Roland se removió, incómodo. Observó a Garbel, y después a Halazzi.

- Unos… unos tres, señor.

- Unos tres, ya ves. Después fue liberado y ahora trabaja para mí, es libre y tiene dinero propio– El tratante sonrió, dejando la copa sobre una mesita – No tengo muchas opciones. Si no te libero, tendré que venderte, o bien marcharme a seguir haciéndome rico contigo en otra arena.

Se quedó en silencio, mirándole. Al cabo de un rato, Halazzi ladeó el rostro, entrecerrando los ojos, azules y rasgados. Las cadenas tintinearon en sus muñecas. Y por fin, dejó oír su voz.

- ¿A dónde quieres llegar con todo esto? – pronunció, con un suave acento thalassiano pero expresándose en correcta lengua común.

Garbel Senatio esbozó media sonrisa y se inclinó hacia delante, algo entusiasmado.

- Te estoy dando la oportunidad de elegir. Seguir siendo lo que eres ahora o servirme como soldado, libre, y recibiendo tu paga. Aceptarme como señor tiene muchas ventajas, créeme. ¿No es cierto, Roland?

Roland sonrió y asintió con la cabeza, retorciéndose el bigote. Halazzi les miró a ambos, como si no comprendiera, y después su mirada se volvió extraña, amarga y virulenta. Suspiró, apartando la vista. Y se rió. Una risa agria y lenta, casi inaudible. Garbel Senatio se puso a la defensiva, tensando la mandíbula.

- ¿Qué es tan gracioso? – espetó.

- Yo nunca volveré a tener un señor – respondió el elfo, fijando de nuevo los ojos penetrantes y afilados en el tratante. Eran ojos de daga y de espada. Siempre le ponían nervioso. Luego, Halazzi agitó las cadenas de sus manos -. Te sirvo porque me obligas, pero no tienes mi lealtad. Y no la comprarás con dinero. Eso es peor que ser esclavo. Es prostituir el honor.

Garbel Senatio se tensó, iba a responder algo, pero fue Roland quien explotó, golpeando con la fusta violentamente al elfo en pleno rostro. Los cabellos ondearon al volver la cara por el impacto. Luego le cubrieron las mejillas, velando su semblante.

- ¡Cómo te atreves! – Roland estaba rojo de ira -. ¡Elfo altivo y desdeñoso! Mereces que…

- Basta, Roland.

Garbel Senatio se puso en pie y acercó el sello de lacre con el que cerraba sus cartas al fuego. “Él lo ha querido. No puedo dejarle libre, no puedo venderle… su orgullo le pierde. Y no voy a permitirlo. Le doblegaré”.

- Has elegido, pues. Roland, mañana comenzaremos con los preparativos. Nos vamos de aquí.

Hundió el sello en el hombro del elfo. La piel siseó. Halazzi apretó los dientes hasta que rechinaron, cerró los ojos con fuerza, se tensó y trató de contenerse, casi ahogándose. Pero no pudo. Finalmente su voz se rompió en un grito desgarrado, preñado de un dolor más intenso que el de una quemadura, más punzante que las garras del lince, más abrasador que el sol del desierto.






Mansión Lamarth’dan. Año 42 a.a.P.O.


El aviario de la Mansión Lamarth’dan era una suerte de patio circular con el techo acristalado en sus tres cuartas partes. Entre macetas flotantes y luces pálidas, las enormes jaulas de forja trabajada contenían en su interior todo tipo de aves. En las más pequeñas había diminutos pajarillos cantores: alondras, ruiseñores, pájaros azules y exóticos, aves del paraíso. En las más grandes, de barrotes plateados, dorados, rojos o negros, las aves de presa parecían esculturas hieráticas, extraños seres rígidos y silenciosos con el rostro oculto bajo las caperuzas o mirando fijamente a Bheril aquellos que no estaban encapuchados. 

La luz del atardecer era un tenue halo rojizo sobre los plumajes y las jaulas metálicas. Más allá de la cristalera, el firmamento de Quel’thalas se pintaba con oro y pétalos de rosa entre nubes inmaculadas.

- ¿Estás nervioso? – le preguntó su padre.

Bheril negó con la cabeza, arqueando las cejas.

- No. Por ahora no. Quizá cuando les vea.

Beleth asintió y le puso la mano en el hombro. Ese gesto tenía la cualidad de convertir el suelo en un lugar todavía más sólido. Significaba que, si algo iba mal, su padre estaría ahí para consolarle, para acompañarle. Simplemente para caminar a su lado. Una oleada de afecto filial le sacudió el corazón y puso la mano sobre la de su progenitor, estrechándola con calidez.

- No te fuerces – dijo Beleth -. Solo sé tu mismo.

- ¿No hay ninguna fórmula protocolaria? – inquirió Bheril.

Su padre se rió con suavidad y le miró de reojo, con la mirada chispeante.

- Un poco tarde para preguntarlo, ¿no crees, jovencito? – Bheril puso cara de circunstancias y su seguridad vaciló un instante, pero Beleth negó con la cabeza – Nada, no la hay. Y si la hay yo no la conozco.

- ¿Me aconsejas algo en concreto?

- Que hables con el corazón.

Bheril asintió firmemente. Por eso estaba allí, al fin y al cabo.

Conocía a Iranion Lamarth’dan desde hacía dos décadas. Habían pasado juntos esos años que, entre su raza, se consideraban como el tiempo previo antes de ser reconocidos como adultos. Adultos con responsabilidades y peso en la sociedad. Durante un largo tiempo se habían preparado a conciencia en la Isla de Quel’danas para cumplir con sus deberes en el futuro al servicio de la Patria Thalassiana, y cuando se graduaron con honores en la Academia Hojalba, ambos lo hicieron primero y segundo de su promoción.

Después de graduarse, Bheril había sido llamado a las armas. Allí, para su sorpresa, entró a servir en el batallón Sin’belore, y dentro de la brigada que capitaneaba su propio padre. Le había impresionado hondamente. Jamás había visto a su padre en combate; tampoco al padre de Iranion ni a Gareth Vel’noerth, el otro cabecilla de Sin’belore. También era su primera vez en un ejército de verdad. Solo habían pasado un par de semanas desde que regresaran del frente contra los trols Amani y Bheril aún no había sido capaz de expresar con palabras lo que aquello suponía para él, el sentimiento de realización, de emoción intensa, de estar en el lugar exacto al que pertenecía. Siempre había sabido que era un militar, en su corazón. La experiencia en Sin’belore sólo lo confirmaba.

Lo único que le faltaba para ser un elfo completamente realizado era lo que estaba a punto de hacer aquella tarde.

- No voy a preguntarte si estás seguro de esto – dijo Beleth.

- No es necesario. Lo estoy.

Los pasos lejanos anunciaron la llegada de los dos elfos a quienes estaban esperando. Bheril sintió que el corazón le saltaba en el pecho y no disimuló la ancha sonrisa. Beleth le miró de reojo y apretó los dedos sobre su hombro.

- Es para toda la vida, hijo mío. Sabes que lo apruebo, y que te apoyo. Creo que es una decisión correcta y acertada, pero quiero cerciorarme de que eres consciente del todo.

Bheril aflojó la sonrisa y volvió a asentir con la cabeza.

- Lo sé. No la he tomado a la ligera. En realidad… es algo que empecé a pensar el segundo o tercer año en la isla. Luego lo dejé reposar, le di unas cuantas vueltas…

- Durante quince años, mas o menos… - acotó su padre, riendo entre dientes otra vez.

- Sí, algo así – añadió Bheril -. Soy consciente y es lo que quiero.

- Bien. Bien.

Beleth le miró en silencio. No necesitaba que dijera nada. Bheril sabía que su padre le amaba como sólo puede amar un padre, que estaba orgulloso de él y que le admiraba. Tanto como él amaba y admiraba a su padre, tanto como orgulloso estaba él de Beleth. No sabía si todos los hijos veían el mundo igual, si para todos su padre era algo así como un dios y un héroe a la vez, capaz de darle sentido a todo lo que sucedía en el universo, a la vida, a la muerte, a la justicia, capaz de velar por tus pasos y de hacer que nunca conocieras la soledad o el miedo.

- Te quiero mucho, papá.

Beleth Hojazul sonrió y le brillaron los ojos.

- Temía que ya fueras demasiado mayor para decir esa frase.

- ¿Alguna vez se es demasiado mayor para esto?

Beleth negó con la cabeza y no dijo nada más. Los pasos ya estaban cerca. Bheril tomó aire, cerrando los ojos un instante, y se dio la vuelta, al unísono con su padre, para saludar a Sahenion e Iranion Lamarth’dan.

Ambos llegaban vestidos de blanco, oro y carmesí, los colores de su casa. Beleth y Bheril llevaban los uniformes de los Hojazul: Plata, sable y azur, terciopelo y sencillez, y una hoja de roble ciñendo las capas. Iranion tenía la expresión regia y digna que Bheril conocía tan bien, aunque podía ver con claridad bajo los ojos rojizos, y ese porte seco y altivo le decía que la situación le pillaba por sorpresa, que no le esperaba y que Sahenion Lamarth’dan había sido escueto en explicaciones con su joven vástago.

Intercambiaron reverencias y Sahenion les recibió oficialmente.

- Bienvenidos, Beleth y Bheril Hojazul.

- Gracias – respondió su padre.

Iranion estaba mirándole fijamente, como si esperase una explicación. Bheril se la habría dado gustosamente, pero de pronto todo se había vuelto muy solemne y se sintió cohibido. Para colmo, Sahenion le hizo un gesto con la mano y se hizo a un lado, seguido por Beleth.

- Cuando queráis, joven.

Los dos elfos mayores se situaron detrás de Iranion, quien abrió más los párpados, como si de pronto comprendiera lo que estaba sucediendo. A Bheril se le desbocó el corazón y sintió la atención de todo el maldito universo fija sobre él. Sahenion y su padre le miraban. Los halcones le miraban. Iranion le miraba… y aunque tenía el pulso acelerado, no estaba nervioso. Era la emoción.

“Es para toda la vida”, le había dicho su padre. Belore, eso era lo que más deseaba en el mundo.

Para toda la vida.

Cuando se llevó la mano a la empuñadura y deslizó el sable fuera de la vaina, en su mente comenzaron a tejerse los recuerdos de la Isla, del tiempo que habían compartido. Los enfados de Iranion, los empujones cuando se le acercaba demasiado, el rostro crispado de ira cuando los demás le golpeaban con saña en los entrenamientos. La risa. ¿Cuándo fue la primera vez que le escuchó reír? Sí, fue en la playa… echó la cabeza hacia atrás y el sol brilló en sus ojos escarlata, en sus cabellos de plata hilada y espuma marina.

- Mi nombre es Bheril Hojazul – dijo, tras depositar la espada a los pies de Iranion e hincar la rodilla en tierra. No le tembló la voz, y aunque sonaba decidida, también algo apagada, íntima - , hijo de Beleth, hijo de Neldarion. Y he venido hasta aquí para poner mi espada a vuestros pies y juraros lealtad a vos, Iranion Lamarth’dan, hijo de Sahenion, hijo de Sertherion.

Sus brazos a su alrededor. Los primeros besos. La torpeza de todas las primeras veces, cuando sólo quería estar más cerca de él y todo era misterio y magia en la oscuridad. Tocarle y conocer quién era en realidad, cómo era en realidad, debajo del falso yeso con el que se cubría. Escuchar sus sueños, ver cómo le cambiaba el semblante cuando hablaba de poesía, de pintura, de belleza, de Belore, de Quel’thalas. La energía que ardía en su corazón, esa llama inspiradora y maravillosa que podía hacer que el mundo se moviera en la dirección que él escogiese. Siempre supo que Iranion estaba tocado por los Dioses, no necesitaba saber que era de la sangre de los Lamarth’dan para confirmarlo.

- Igual que mi padre dijo a vuestro padre, yo os digo a vos: durante el resto de mi vida, prometo servir a la causa de vuestra persona con honor y lealtad, con devota dedicación, consejo, apoyo y veracidad sin tacha.

Los encuentros fortuitos. La soledad compartida se que convirtió poco a poco en compañía, y después en complicidad… y luego en algo más. En algo sólido y cálido como un hogar, en algo tan grande y delicado como el instante fugaz de un amanecer. Le enseñó a usar la espada, y él le enseñó a ver el mundo con una mirada sin límites, a ver la belleza como jamás la había contemplado.

- Prometo ser el báculo y la espada, la mano de vuestro brazo y las alas en vuestros pies, bálsamo si necesario, fuego que prenda los techos de vuestro enemigo, inamovible piedra sobre la que siempre podáis alzaros.

El mundo que Iranion veía, que Iranion soñaba, era demasiado hermoso como para no luchar por él. Y además, ¿A quién mejor servir que a aquél a quien se ama? Su padre siempre le había dicho que el servir comenzaba en el amor: un pueblo que ama a su Rey le servirá siempre bien, porque un Rey es el padre de su pueblo y el pueblo es su hijo.

- Prometo ser lo que permanece donde todo perece y lo inmutable a través del cambio, de las estaciones y de los años.

¿Cuánto tiempo había pasado? Dos décadas. Dos décadas desde que se encontraron y sus caminos se cruzaron para después unirse. Iranion jamás le había negado. Bheril estuvo a su lado en la Isla, pero Iranion le apoyó fuera de ella, sin volver el rostro nunca cuando se encontraban, presentándole como a un amigo o a un hermano en cada evento y en cada baile, en cada reunión y en cada cena. Ahora estaban más altos, eran menos niños y más adultos. Sus rostros se habían vuelto más viriles y sus cuerpos más curtidos, sus corazones eran más experimentados aun guardando el ardiente resplandor de la juventud. Pronto tendrían compromisos que cumplir. El ejército, el Reino de Quel’thalas, la perpetuación de las líneas de sangre de sus respectivas casas. Ambos se casarían, tendrían hijos…

- Y permanecer siempre a vuestro servicio hasta el fin de mis días … – Bheril hizo una pausa y arqueó un poco la ceja, permitiéndose un amago de sonrisa – si me aceptáis, claro.

Se hizo el silencio.

Iranion le miraba, con los ojos quebrados por una repentina humedad pero con el mismo porte digno e inaccesible, aunque había bajado la mirada para contemplarle.

“Para toda la vida”, se repitió Bheril. No importaba lo que ocurriese a partir de entonces. Si Iranion aceptaba, no importarían las largas campañas, los meses de ausencia, las obligaciones familiares. Estarían unidos por un vínculo intocable, el de la lealtad.

- Es un honor – la voz de Iranion Lamarth’dan se escuchó al fin. Suave, ligeramente trémula –. Si tú me has elegido, entonces yo acepto…

Parecía que fuese a decir algo más, pero cerró los labios repentinamente. Bheril creyó que iba a explotar de felicidad. Recogió la espada y la enfundó, haciendo una reverencia marcial.

- Soy testigo de este juramento – dijo Sahenion -. Y lo apruebo.

- Soy testigo de este juramento – repitió Beleth – ,y también lo apruebo.

Le había aceptado. Y sus padres lo habían aprobado. Belore, era lo que siempre había querido. Había encontrado aquello a lo que quería consagrarse, y acababa de hacerlo. Iranion no le quitaba los ojos de encima, como si no terminara de creerse lo que había sucedido.

- La cena estará lista en media hora – la voz de Sahenion Lamarth’dan parecía venir desde muy lejos – No saquéis los halcones si os quedáis aquí. Espero veros en la mesa puntuales.

- Claro, señor – respondió Bheril.

La mesa de los Lamarth’dan siempre estaba muy bien servida, y Bheril se sentía absolutamente pleno. Una buena comida sería el broche de oro. Cuando Beleth y Sahenion se marcharon, dejándoles a solas, Iranion aún seguía mirándole como si quisiera reprocharle algo o mandarle al infierno. Siempre se ponía así cuando algo le emocionaba, y el joven Hojazul estaba muy seguro de que su camarada le correspondía absolutamente en todo. Por eso no le afectaba su falta de capacidad para expresarse.

- Ahora eres mi señor – le dijo simplemente.

Algo cálido y espeso parecía fluctuar entre los dos. Lo sentía correr por sus venas, hormiguearle en las manos y en los labios.

- ¿Y qué cambia eso? – preguntó Iranion. Su voz sonó áspera, contenida.

Bheril negó con la cabeza. Extendió la mano y hundió los dedos entre los cabellos pálidos de su compañero. Le había echado de menos. Le añoraba como si las distancias fueran universos y el tiempo eternidades, pero ahora sabía que siempre volverían.

- Absolutamente nada.

“Es para siempre”

Su señor le agarró de las solapas y se puso de puntillas, tirando de él, en un arrebato apasionado. Fue la señal que Bheril necesitaba para dar rienda suelta a sus propios deseos. Sus labios se fundieron en un abrazo necesitado y largamente esperado, y mientras el sol terminaba de ponerse, Bheril Hojazul selló su destino. 



domingo, 13 de noviembre de 2011

8.- Contacto

Arena de Tanaris, año 9 d.a.P.O.




- Vamos, vamos. No os rezaguéis.


Roland empujaba a las seis muchachas a lo largo de las calles polvorientas de la ciudad goblin. Un sol de justicia abrasaba los toldos coloreados y acentuaba los olores de las mercancías a la venta: piezas de carne rodeadas de moscas acechantes, fruta fresca que empezaba a dejar de serlo, pescado de la costa. Mientras caminaban, cubriéndose con los velos y atropellándose a pasos cortos de pajarito, las chicas mantenían la mirada baja, conscientes de la atención que se dirigía hacia ellas al verlas pasar, con sus perfumes y sus sedas coloridas.


Liah había cerrado los dedos en el vestido de su compañera, una humana desconocida que estaba delante de ella en la fila. El corazón le golpeaba con furia en el pecho. Todo aquel ruido, esa ciudad extraña, la asustaban y la ponían nerviosa. Las gallinas y los gansos cacareaban muy alto, y los mercaderes gritaban más alto aún, hacía demasiado calor, el sol le hería los ojos y le quemaba la piel, y además todo el mundo era bastante desagradable.


- Por aquí, venid.


Roland las guió bajo un palio formado por varios toldos descosidos bajo el cual un grupo de goblins estaban recogiendo apuestas, rellenando sus extrañas cartulinas y legajos con puntuaciones y cifras. El gran edificio de la Arena se alzaba ante ellas, tapando el sol hiriente y dándoles la bienvenida con una sombra fresca y húmeda. Liah alzó los rasgados ojos verdes y emitió una exclamación velada.


- ¿Nunca habías estado antes? - le preguntó Nina, la humana a la que se había aferrado. Habló en un susurro, mirando hacia atrás parcialmente mientras caminaban hacia una de las puertas de acceso habilitadas para los trabajadores del lugar.


Liah negó con la cabeza.


- El señor Roland me ha contratado en el barco. Es la primera vez que piso Gat... Gad...


- Gadgetzan - la ayudó Nina. Se sonrieron. - ¿Y has estado con gladiadores antes?


Liah asintió, de nuevo sin palabras. Compartieron una expresión de resignación. Trabajar con los gladiadores era complicado más de una vez, aunque estaba muy bien pagado. No era lo más peligroso de su profesión, había cosas mucho peores, pero en ocasiones sucedían accidentes. Todas lo sabían en el gremio, y aun así, cuando la necesidad apremiaba o el precio era bueno, no pocas se arriesgaban a hacer un servicio en la Arena.


Atravesaron los laberínticos corredores del foso, pasillos de piedra iluminados con velas y blandones mortecinos, y llegaron finalmente al área donde el patrón tenía a sus hombres. Roland se detuvo y sacó un manojo de llaves, conduciéndolas hasta las estrechas jaulas. Dentro, los combatientes les observaban con ojos brillantes y hostiles.


- Bien, ya estamos - dijo el capataz.


"Parecen animales", pensó Liah, atisbando tras el brazo de su compañera. No era solo que lo pareciesen, sino que estaban caracterizados como tales: vestidos con pieles, otros con plumas, y maquillados con pintura negra, amarilla, azul o roja. Los combates habían emborronado un poco los trazos, pero Liah pudo distinguir a una mujer a la que habían pintado escamas verdes y que estaba ataviada con mudas de piel de serpiente. Se respiraba el olor penetrante del sudor y de la sangre, y aunque el espectáculo en la Arena había terminado hacía ya más de dos horas, aún había personal de asistencia yendo y viniendo con cubos de agua, parloteando entre sí y finalizando sus labores. Un grupo de soldados armados acudieron junto a ellos a una señal del capataz y formaron frente a las prisiones.


- Hoy habéis luchado bien - dijo Roland, cruzando los brazos y mirando a los combatientes. - El señor Senatio es generoso y os envía estos presentes. Pero no os extralimitéis. Vendré a recogerlas a media noche.


Acto seguido, abrió la primera jaula, y la primera chica se metió dentro. La llave giró y el candado volvió a cerrarse. La muchacha miró a su espalda nerviosamente y después sonrió al hombre que aguardaba en el interior: Era enorme y tenía las facciones extrañas, el cabello muy rojo. Al verla, los ojos del hombre brillaron intensamente con algo parecido al hambre. 


Una tras otra fueron encerradas. Liah sentía los latidos del corazón en los oídos cuando llegó su turno. La puerta se abrió, la mano del capataz la empujó con suavidad al interior y después se escuchó el chasquido metálico del candado.


- Pasadlo bien.


Los guardias se marcharon y se quedaron solos. Ellas y los gladiadores, y la luz vacilante del único blandón que brillaba en el habitáculo de piedra. "Ojalá me haya tocado la chica serpiente", pensó, alzando la mirada poco a poco. Pero los pies descalzos y fuertes que vio en primer lugar no eran de mujer. "Bueno, al menos espero que vaya bien". 


Al levantar los ojos hasta el rostro de su acompañante, con una sonrisa insegura, entendió por qué habían ido a buscarla al barco. Una mezcla de sorpresa y angustia le atenazó la garganta. El hombre que tenía delante no era un hombre, era un elfo de su misma raza, un quel'dorei. Las largas orejas, las formas poderosas pero bien definidas de su torso desnudo y los rasgos de su rostro no dejaban lugar a dudas, así como tampoco el resplandor azul de sus pupilas, aunque fuera leve y agonizante.


- Oh, vaya - dijo, sin que se le ocurriera nada mejor.


El elfo no dijo nada. Estaba serio y la observaba con una expresión indescifrable, distante. Llevaba una capa de piel de lince y le habían pintado los ojos de negro para conseguir una expresión felina. Aún le quedaban restos de maquillaje amarillo y rojizo en los pómulos.


Liah suspiró y se quitó el primer broche de la túnica. La seda vaporosa se descolgó, mostrando un pecho, que rápidamente fue cubierto de nuevo. La chica alzó las cejas y fijó la mirada en la mano ancha y fuerte que había vuelto a levantar la tela para evitar su desnudez, sin rozar su piel siquiera.


- No hagas eso - dijo el elfo.


Tenía la voz cálida, adormecida, como si estuviera bajo el efecto de alguna droga o a medio salir de un trance. Liah ladeó la cabeza, mirando al elfo lince con más curiosidad que miedo.


- ¿Quieres... hacerlo con la ropa puesta?


En las jaulas de alrededor ya se escuchaban los sonidos entrecortados y misteriosos del sexo, los susurros, los jadeos y los besos húmedos. El elfo lince negó con la cabeza y le cerró el pasador con el que se sujetaba la túnica. Luego le hizo un gesto para que se sentara y él hizo otro tanto.


Liah miró alrededor con perplejidad, pero obedeció. Quizá el elfo iba a darle instrucciones. Sin embargo, durante un rato largo no dijo nada, sólo miró por encima del hombro de Liah. Cuando ella empezaba a preocuparse, él volvió a hablar.


- ¿Eres de Quel'thalas?


Liah asintió.


- Sí. Pero hace mucho que estoy fuera.


- Comprendo.


De nuevo el silencio.


- ¿Acaso no te gusto? - preguntó Liah, tragando saliva - ¿Qué es lo que va mal?


El elfo la miró como si le costara entenderla. Finalmente negó con la cabeza.


- Eres una elfa muy hermosa. No hay nada malo en ti.


- ¿Entonces por qué no quieres hacerlo? - insistió ella. 


Hablaban en voz muy baja. Los ojos del elfo brillaban a la luz del blandón lejano. Halazzi frunció el ceño y su mirada pareció recuperar algo de su vivacidad.


- Cuando me arrojan a la arena a pelear, yo peleo - respondió. Pronunciaba cada palabra despacio, como si las trajera desde muy lejos. - Cuando me dan de comer, me alimento. A veces, me traen un cristal arcano, y entonces lo tomo. Pero aún no soy un animal. Quiero conservar esta dignidad, al menos. La que me queda.


Liah se había olvidado de pestañear. Luego tragó saliva y se sintió repentinamente conmovida sin saber por qué. En silencio, se arrastró hasta su lado y se apoyó en su brazo, cogiéndole la mano. Halazzi se tensó al principio, pero después la crispación de sus músculos desapareció.


- A mi me van a pagar igual, así que al menos déjame ofrecerte un poco de mí. En mi barco hay cristales de sobra. 


El elfo la miró de reojo. Ella le estrechó la mano y le animó con una sonrisa suave. Los dedos le hormiguearon cuando el elfo comenzó a drenar la energía mágica de ella, y exhaló un gemido suave, fácilmente confundible con otra cosa.


Cuando Roland regresó a recoger a las muchachas a media noche, Liah se había quedado dormida en la misma posición. Halazzi tenía los ojos más brillantes, y siguió con ellos a la muchacha. Ella sonrió y le dijo adiós con la mano antes de salir por la puerta.














Isla de Quel'danas, año 66 a.a.P.O.


Hacía rato que los vigilantes habían cerrado la puerta de los barracones. La oscuridad era suave y hasta los colchones del barracón de instrucción Hojalba le parecían el paraíso después de un día de trabajo duro y constante. A Bheril no le importaba que los entrenamientos tuvieran un ritmo salvaje. Había aprendido desde muy joven que las agujetas no eran otra cosa que el premio al trabajo bien hecho, y no le resultaba un sacrificio porque disfrutaba con la actividad física, especialmente con la instrucción militar. Normalmente, tras un día como aquél se habría quedado dormido con sólo apoyar la mejilla en la almohada... y probablemente lo había hecho, porque no recordaba en qué momento había cerrado los ojos. Pero algo le acababa de despertar.


No estaba seguro de qué era. Bostezando aparatosamente, aguzó el oído. Aún se escuchaba el murmullo de alguna charla velada entre compañeros, pero no era más que un ligero susurro y ya se había acostumbrado a aquellos bisbiseos. Se removió, frunciendo un poco el ceño, con un pálpito de inquietud. Entonces vio la delgadísima línea de luz que indicaba que alguien estaba entreabriendo la puerta; vio la silueta recortada que resplandecía de blancura al ser tocada por esa luz. "Maldita sea, otra vez".


Actuó sin pensar. Saltó de la litera, cayendo sobre los pies descalzos sin hacer apenas ruido y corrió agazapado hacia la puerta. Al pasar junto a la cama de Elvaniel y Firion, que seguían con sus cuchicheos, uno de ellos le agarró de la camisa.


- Eh, Hojazul. ¿Has visto? - le susurró uno de ellos.


Bheril se zafó de su presa con disgusto.


- Déjame. Claro que he visto - respondió en el mismo tono.


- El Lamarth'dan se quiere escapar - añadió Elvaniel.


Bheril le fulminó con la mirada, volviéndose un instante, sin dejar de avanzar hacia su amigo. Les señaló con el dedo y luego se lo puso ante los labios con firmeza.


- Ni una palabra de esto. Meteos en vuestros asuntos.


- Vale, vale - Firion se encogió de hombros y siguieron hablando entre sí.


Cuando llegó hasta Iranion, su compañero parecía haberse trabado en aquella postura: tenía las manos en la puerta con las uñas incrustadas en la madera. Le temblaban las manos y estaba inclinado hacia adelante, pálido, estremecido, como si una terrible tensión le hubiera crispado cada músculo y tendón. Entre sus labios se escapaba la respiración agitada. Tenía la frente cubierta de sudor y un gesto angustiado en el semblante. Movía los labios y de vez en cuando parecía negar con la cabeza, con la mirada perdida ante sí. A Bheril se le encogió el corazón al ver su expresión de agonía. Un escalofrío  le recorrió la espalda y se apresuró a apartarle los dedos de la puerta, desengarfiándolos uno a uno mientras le hablaba al oído con calidez.


- No pasa nada... tranquilo, no pasa nada... ya está.


Cerró la puerta con gesto suave y le guió de nuevo hacia la cama. Iranion parecía luchar entre dos fuerzas opuestas. A veces se dejaba llevar y otras volvía la cabeza hacia atrás e intentaba regresar. Entonces, Bheril le estrechaba los hombros con las manos y volvía a hablarle al oído.


- Estoy aquí. Tranquilo, confía en mí. Es por aquí.


Poco a poco, paso a paso, recorrieron el camino inverso. Al llegar a la litera, Iranion volvió en sí repentinamente. Dio un respingo y le apartó de un empujón, mirando alrededor y luego mirando a Bheril con una expresión entre asustada, indignada y furiosa. Bheril aguantó el aire en los pulmones.


- ¿Qué haces? - le espetó el joven del cabello blanco.


Él abrió la boca y luego la cerró. Se rascó la nuca y le señaló la cama.


- Eh... te levantaste... estabas... querías irte.


Iranion le observó durante unos segundos, como si estuviera despellejándole con los ojos carmesíes. Tenía la mandíbula tensa y había vuelto a crisparse, aunque ahora no tenía el aspecto torturado y agonizante que lucía en la puerta. Ahora era un Lamarth'dan manteniendo su dignidad ante todo y necesitando urgentemente una excusa bajo la cual esconder algo tan sencillo como el sonambulismo.


- Sólo quería salir un poco - dijo al fin, alzando la barbilla y metiéndose en la cama - pero como siempre, tienes que venir a controlar lo que hago y lo que no.


- No deberías salir por la noche. Y menos tú solo. Si te pillan, te expulsarán.


No era la primera vez que tenían esa conversación absurda. 


- Qué mas da. Así podré volver a casa.


- ¿Tantas ganas tienes de irte?


Iranion se había tapado hasta arriba. Ahora sólo podía ver de él unos mechones de cabello blanco asomando bajo las mantas y el bulto que formaba su cuerpo. Le observó con extrañeza y fascinación: era tan raro, tan misterioso... 


No respondió. Bheril se preguntó si se había dormido, si estaba esperando a que él se fuera a su cama de una vez. "No, normalmente si quiere que me vaya, me echa. Y no respira como cuando duerme". No, estaba esperando algo. El joven soldado entrecerró los ojos y comenzó a darle vueltas. Luego alzó las cejas y, creyendo tener la respuesta, miró alrededor, levantó las mantas y se metió en la cama a su lado. Antes de que Iranion pudiera quejarse, le rodeó con los brazos y acercó el rostro a su pelo.


- ¿Qué demonios estás haciendo, desquiciado? - espetó el Lamarth'dan, poniéndose rígido de inmediato y con la voz ahogada.


Bheril se acomodó tranquilamente y respiró el perfume de sus cabellos. Se estaba muy bien así. Era muy agradable abrazarle bajo las mantas, aunque la sensación sería aún mejor si él no se empeñase en estar tieso como una vara e insultarle a media voz. De hecho, si le abrazara también sería simplemente perfecto.


- No quiero que te vayas - respondió, con sencillez. - ¿Tantas ganas tienes de irte, Iranion? ¿Te molesta tanto esto? Porque a mi me gusta estar así... es casi como estar en casa. Diferente, pero muy bueno.


Y le estrechó más. El elfo del pelo blanco parecía haberse convertido en piedra, y hasta las palabras se le apagaron. Ni siquiera le sentía respirar. 


- ¿Como estar en casa? - murmuró Iranion al fin, con un hilo de voz. Y poco a poco se fue relajando, su cuerpo se volvió flexible y dúctil y su calidez se fundió con la de Bheril bajo las mantas y la ropa de dormir al acomodarse contra su cuerpo. - Será en la tuya, entonces.


Bheril reprimió una sonrisa ante el comentario. Sabía que Iranion se llevaba fatal con su padre, Sahenion Lamarth'dan.


- En la mía, pero contigo también. Y los perros, claro.


- ¿Y Leriel? - añadió el otro.


- Sí, sin duda. Leriel, tu y yo, mi padre, mi abuelo, mi abuela y mi primo Loras.


Iranion suspiró. Bheril le contó en voz baja las cosas que hacían en casa, incluyéndole a él en cada detalle cotidiano, hilvanando palabras y frases lo bastante bonitas como para estar a la altura de Iranion, tejiendo escenas al detalle y sintiéndose más que recompensado al percibir cómo la paz iba invadiendo poco a poco a su compañero. 


Cuando le escuchó respirar pausada y profundamente, se quedó mirando sus cabellos un largo rato.


Sabía que tenía que soltarle y volver arriba, a la litera superior. Pero en algún momento, Iranion había enlazado los dedos con los suyos y no se sentía capaz de romper aquel contacto, que le ahogaba de emoción la garganta y le aceleraba el corazón. 


Se empeñó en mantenerse despierto hasta que, casi al amanecer, se escurrió hacia su cama. 


Le resultó de lo más fría.

miércoles, 23 de marzo de 2011

7.- Combates

Arena de Tanaris, año 9 d.a.P.O.

Cuando Roland entró al foso, los gladiadores se alejaron unos de otros y abandonaron el entrenamiento. Cuatro hombres armados de la guardia personal de Garbel Senatio arrastraban a Samwell de los brazos, ensangrentado y casi inconsciente, detrás del capataz. En último lugar, el Señor de la Arena caminaba con su lacayo tras de sí.

Cybill apretó los dientes y Tom frunció el ceño.

- ¿Os creéis muy listos, eh? – escupió Roland, deteniéndose delante del grupo de campeones – ¿Quién está detrás de esto?

Los gladiadores se miraron, en silencio. Sólo Halazzi mantenía la vista al frente, fija no en el capataz, sino en el hombre que había tras él, vestido de sedas finas. Los guardias soltaron a Samwell sobre el suelo. El hombre de las trenzas exhaló un gemido dolorido y trató de incorporarse sin éxito. La sangre manaba de su rostro, tenía los ojos hinchados, la boca teñida de rojo y el semblante irreconocible a causa de los golpes. Como si aquello le asqueara, Roland alzó la fusta y le golpeó con tanta fuerza en las costillas que el joven volvió a derrumbarse sobre las losas.

- Ya basta – exclamó Tom, dando un paso adelante. Sus ojos resplandecían con furia - ¿Qué es lo que pasa? ¿De qué hablas?

- Ah, de modo que no lo sabéis – insistió Roland, con tono insidioso y burlón.

- No, no lo sabemos – intervino el Aniquilador, con una voz muy suave.

El capataz iba a decir algo más, pero Garbel Senatio se abrió paso con aire de gran señor y le hizo un gesto para que se callara. Luego observó a los cinco gladiadores, uno a uno.

- Vuestro amigo ha intentado escapar hoy – explicó, con mucha tranquilidad – Cuando estaba tomando el baño. Ha golpeado a los vigilantes, le ha roto el cuello a uno de mis hombres.

- Maldita sea – masculló Tom, cada vez más tenso. Cybill le puso la mano en el brazo, intentando calmarle.

Garbel Senatio asintió, mirándole con comprensión.

- Si. Es exactamente lo que yo he dicho, “maldita sea”. Es tan absurdo… mirad en qué estado está ahora. ¿Y todo por qué? – meneó la cabeza, mirándoles con perplejidad - ¿Le veis algún sentido? Tenéis éxito, fama, una buena vida dentro de lo que cabe. No estáis picando piedra en las minas, formáis parte de algo más grande que todo eso.

- ¡¡Somos esclavos, demonios!! – gritó Tom, sin poder contenerse - ¡¡No intentes maquillarlo como si estuviéramos en el puto paraíso!!

- ¡Tom!
La advertencia de Cybill llegó tarde. El corpulento gladiador se había abalanzado hacia adelante al hablar, e interpretándolo como una amenaza, Roland había descargado la fusta sobre su rostro. Esto sólo consiguió poner más nervioso a Tom, aunque las manos de Cybill y Daven le contuvieron en el sitio a duras penas. Ulf permanecía un par de pasos atrás, muy tenso, como un animal a punto de saltar. Halazzi parecía ajeno a todo, sólo miraba a Samwell y al Señor de la Arena alternativamente, sin mover un músculo.

- No me gusta que me interrumpan – dijo Garbel, frunciendo el ceño como un niño contrariado – Es de muy mala educación. Ponedle en pie.

Los guardias levantaron a Samwell y le encararon con sus compañeros. Él trató de enfocar la mirada en ellos, pero no parecía posible. Uno de sus ojos estaba cubierto por completo por una pátina rosada y sanguinolenta, el otro, casi completamente cerrado a causa de la hinchazón y amoratado.

- Alguien tendrá que encargarse de esto.

Tom abrió mucho los ojos y los fijó en Garbel Senatio.

- Ni lo sueñes – espetó en un susurro.

- La intrepidez de Samwell ha crecido mucho en los últimos tiempos – añadió Roland, dirigiendo la mirada hacia Halazzi – Era un deshecho antes de que tú le convencieras de lo contrario, ¿no es verdad?

Bheril permaneció en silencio. No estaba mirando al capataz. Sin embargo, Cybill intervino en esta ocasión, encarándose con el hombre del bigote.

- ¿De qué va esto? ¿Quieres culparnos? Samwell intentó escapar por su cuenta y riesgo, déjanos en paz. Nadie le ha convencido de nada.
- Ningún esclavo necesita muchos argumentos para ansiar su libertad – bramó de nuevo Tom.

Pero nadie les prestaba atención. Garbel Senatio hizo un gesto con la mano y los soldados soltaron a Samwell de nuevo. Esta vez, consiguió mantenerse en pie. A continuación, el señor de la Arena desenvainó la espada de uno de sus hombres y se la tendió al elfo, ofreciéndole la empuñadura.

Hubo un instante de confusión. Cybill protestó, Tom gritó algo y el resto de la escolta de Garbel desenfundó los aceros, dispuestos a mantener el orden. El resto de gladiadores que ocupaban el foso, algunos propiedad de Senatio y otros pertenecientes a Señores rivales habían detenido sus actividades y estaban observando la escena. Al interrumpir los entrenamientos, las cadenas que les mantenían unidos a los muros habían dejado de tintinear.

- ¡No puedes hacer eso! – exclamó la Cobra Negra, volcando su odio hacia el capataz.
- ¡Bheril, no lo hagas! – gritó a su vez Tom, intentando detener a su compañero.

Halazzi frunció un poco el ceño, pero cogió el arma y la sopesó en las manos. Luego rozó el suelo con ella tres veces, dando suaves golpecitos con la punta.
- ¡Bheril, no! ¡Despierta, maldita sea! – Tom se debatió furiosamente - ¡Qué demonios te ocurre! ¡Tu no eres así! ¡Nosotros no somos así, somos soldados!

Samwell alzó la cabeza y miró al elfo. En su expresión solo había abandono. Exhaló un resuello gorgoteante, oscilando mientras se mantenía tercamente en pie y unió las manos para inclinarse con respeto todo lo que fue capaz. Halazzi hizo otro tanto.

- ¿Estás listo? – preguntó entonces, y fueron las primeras palabras que se escucharon de su boca.

Samwell asintió.

El acero silbó en el aire y se hundió en el corazón del gladiador.

No hubo más sonido que su último aliento. Nadie gritó, ni sollozó. Sólo el suspiro de Samwell y el borboteo de la sangre al caer sobre las losas. Garbel Senatio esbozó una sonrisa cuando el cuerpo de Samwell cayó al suelo sin vida, pero se le borró de la cara cuando, después de que hubieran arrebatado de nuevo el arma al elfo, éste fijó los ojos azules, gélidos en él.

- Algún día te mataré – dijo Halazzi, con voz serena y expresión calmada.

Garbel Senatio tragó saliva. Aquellas palabras sólo habían puesto voz a la expresión de su mirada.

- ¿Es una amenaza? – preguntó aun así, manteniendo la compostura.

Halazzi negó con la cabeza.

- Es tu futuro.

Los soldados arrastraron el cuerpo de Samwell fuera del foso, dejando una huella roja y húmeda sobre las losas de piedra.


 

Isla de Quel’danas, año 67 a.a.P.O.

- Es tu futuro.
- ¿El qué?

Iranion señaló el sable, y Bheril asintió y sonrió, haciendo girar la espada. Acababan de terminar el entrenamiento en la playa y se sentía renovado y con buen ánimo. Iranion estaba ajustándose los guantes y recolocándose el cabello, aunque no se había despeinado lo más mínimo.

- Si, lo es. Una espada en la mano y un uniforme. Siempre lo he tenido claro.
- Tienes suerte. Tú puedes elegir.

El joven Hojazul se encogió de hombros, limpiando la hoja impoluta antes de envainar y sentándose sobre sus talones frente al mar, dispuesto a utilizar los últimos minutos que restaban hasta que sonara la campana para meditar.

- Todo el mundo puede elegir.

Acababa de comenzar el segundo año en la Isla de Quel’danas. Apenas había tenido un mes de permiso desde que finalizase el curso anterior, y estar de vuelta en las playas plateadas, en los barracones comunes donde ondeaban los estandartes, en los amplios pasillos y bajo la rutina disciplinada de los Hojalba no le resultaba ninguna tragedia. Quizá le hubiera gustado tener más tiempo para compartir con su familia en Bruma Dorada, pero también había echado de menos algunas cosas en aquel mes.

A Iranion Lamarth’dan, por ejemplo.

Con el tiempo, habían terminado convirtiéndose en inseparables. Él le había perdonado las Cosas que Tanto le Molestaban, y en opinión de Bheril, habían dejado de molestarle definitivamente. De hecho, seguían sucediendo con frecuencia y no siempre era culpa del joven Hojazul. También sucedían ahora otras cosas, diferentes y difíciles de explicar, sobre las que no había más conversación que cerciorarse de que ambos estaban bien al final. Y más allá de eso, las horas, los minutos y los días en su compañía transcurrían de una manera natural y agradable, entre conversaciones y silencios. Hablando en susurros cuando caía la noche, o sentados sin decir una palabra frente al mar, compartiendo el entrenamiento, las esperanzas y las ilusiones, los secretos y las fantasías, las penas y la amargura. De esto último, Bheril no es que tuviera demasiado.

- Bheril

El joven abrió los ojos, poniéndose en pie al escuchar a su camarada. Había percibido el tono de advertencia de su voz, y también estaba escuchando los pasos sobre la arena. Al levantarse y darse la vuelta, vio al grupo de muchachos uniformados que se acercaban.

- Vaya – murmuró – Ya estaba tardando en aparecer.

Iranion asintió, componiendo su mejor imagen de desdén regio y altivo. Bheril, por el contrario, solo colocó las manos en el cinturón y aguardó a que los cadetes les dieran alcance.

Sabía lo que iba a ocurrir en cuanto les vio colocarse en círculo alrededor de ellos. Sirion Laranthel dio un paso al frente y agitó sus cabellos rojos, con la perpetua cara de asco que le caracterizaba.

- Hola, idiotas.

Iranion suspiró. Bheril sonrió.

- Qué poca originalidad, Sirion – dijo, con la sonrisa bailándole en los labios – Esperaba una presentación más apoteósica.

- Cállate, idiota – replicó el joven Laranthel.
Bheril no era un joven pendenciero, pero Sirion Laranthel había sido un verdadero engorro durante todo el año anterior, y éste lo había empezado dispuesto a poner a prueba su paciencia. El corpulento joven era hijo de un noble que sentía cierta animadversión por su padre, Beleth Hojazul. Y no era el único. Bheril era consciente de que su familia no gozaba de las simpatías de un amplio sector de la alta nobleza, pero eso era algo que le resultaba absolutamente indiferente. Sirion, al parecer, había heredado de su padre esa fobia a su familia, seguramente alimentada por él. Que Bheril le derrotase en todos los combates no contribuía a que su trato fuera cordial y fluido, pese a que el joven Hojazul no sentía una especial animadversión hacia el pelirrojo. Solo le consideraba un poco necio, y poco original para las provocaciones y los insultos, tal y como estaba demostrando en ese momento.

- ¿Qué queréis? – preguntó Bheril. Era una mera formalidad. Sabía exactamente lo que querían. “Darnos un palizón”, pensó.

- Parece que tú y tu amigo el Lamarth’dan no tenéis lo suficientemente claras algunas cosas.

Iranion se había tensado y sus ojos rojos ya empezaban a brillar con la rabia contenida que le caracterizaba. Bheril chasqueó la lengua y suspiró. Sirion había movilizado a unos cuantos chavales para ponerles en su contra, era obvio, pues entre los rostros que le acompañaban, con muchos recordaba haber tenido conversaciones agradables. Iranion estaba crispado y les miraba a todos como enemigos, pero Bheril tenía más experiencia en estos asuntos y dio un paso al frente, soltándose el cinturón con la espada y empezando a desabrocharse la chaqueta del uniforme.

- Resolvamos esto como caballeros. Tú y yo, Laranthel. No hay necesidad de que acabemos todos revolcándonos por la arena como si fuéramos pueblerinos o barriobajeros, ¿no es verdad?

El joven pelirrojo pestañeó y pareció vacilar un momento. No esperaba que fueran ellos quienes tomaran la iniciativa, y menos de aquella manera. Ahora estaba atrapado y sólo podía aceptar el reto de Bheril, después de esas palabras no había más opción. Laranthel asintió y se despojó de la guerrera.

Entre las exclamaciones de ánimo de los demás y las palmadas en la espalda, Sirion y Bheril se colocaron en el centro del improvisado ruedo que habían formado sus compañeros. Iranion se retiró a un lado, mirándoles a todos con superioridad. Los dos rivales, con el torso al aire y las manos desnudas, se colocaron frente a frente.

- ¿Estás listo? – preguntó Bheril.

Laranthel asintió. Bheril saludó y comenzó el combate. Tan pronto como lo hizo, terminó. En diez segundos, Sirion arrojó tres puñetazos a Bheril, quien, tras esquivarlos con fluida rapidez, atrapó al muchacho más grande en una llave aprovechando la propia fuerza de su inercia y le hizo caer al suelo de rodillas, con los brazos retorcidos hacia atrás y el codo de Bheril en la nuca.

- Ya está. Has perdido. ¿De acuerdo?

Laranthel gruñó, y Bheril, algo enfadado ya, presionó más con el codo.

- ¿De acuerdo? ¡Date por vencido, demonios!

- No.

Se escucharon murmullos entre los jóvenes congregados. Luego empezaron a alzarse las voces.

- Te ha ganado, Sirion. Acéptalo.
- Sí, ya está terminado.
- ¡No tenemos por qué estar siempre igual! – insistió Bheril - ¡Esto acaba aquí! ¿De acuerdo?

- ¡Vale! ¡Vale! – aceptó Sirion, humillado pero impotente.

El resto de los chicos asintieron. Bheril soltó a Laranthel, que se incorporó y recogió su chaqueta, marchándose a grandes zancadas, hecho una furia. Los congregados le imitaron con mas calma, y algunos saludaron a Bheril e Iranion con reconocimiento. El joven Hojazul, un punto irritado, recogió su guerrera y se la puso de cualquier forma, volviendo a sentarse sobre los talones para meditar.

La arena susurró a su lado cuando Iranion le imitó. Bheril le miró de reojo. Fue incapaz de descifrar la expresión de su mirada carmesí. Lo único que Iranion dijo fue:

- Abróchate el uniforme.