Tanaris, año 12 d.a.P.O.
Garbel Senatio había alquilado una casa en la Calle de los Mercaderes, encima de un comercio de telas y brocados. Las ventanas daban al desierto y desde el piso inferior, el único olor que se elevaba hasta penetrar en su hogar era el del incienso perfumado y las telas y el cuero. Aquellos perfumes le agradaban, y al fin y al cabo podía permitirse pagar lo que costaba el local. Aquella tarde se encontraba en su despacho, reclinado en un diván y tomando sorbos de una copa de vino dulce, aguardando la llegada de su invitado especial con una leve inquietud en el estómago.
Trabajar con gladiadores es una profesión delicada. Nadie sabe cuánto salvo quien se dedica a ello. Normalmente, los gladiadores son gente brutal, belicosa, que vive por y para la sangre y la gloria de la victoria. Sin embargo, de cuando en cuando aparecen figuras distintas, hombres o mujeres que marcan una diferencia. Esa diferencia es al principio estimulante para el público, para los rivales y para los compañeros. Pero con el tiempo, puede convertirse en un problema.
Garbel Senatio tenía un problema que resolver en aquellos momentos.
Los primeros en llegar fueron los miembros de su guardia personal. Les vio dibujarse más allá de las cortinas de gasa azul que daban acceso a la salita, y les hizo un gesto para que entraran. Los soldados, silenciosos y profesionales, se distribuyeron en la pequeña estancia.
- No le quitéis los ojos de encima. No importa que lleve cadenas, no olvidéis que ese elfo me amenazó de muerte, y lo hizo una única vez.
Los soldados le miraron de reojo y asintieron. Los muy estúpidos probablemente no lo entendieran, pero Garbel Senatio sabía que los fanfarrones amenazan varias veces y con mucho escándalo. Cuando alguien te mira a los ojos y te dice sencillamente que te matará, es como para tomárselo un poco más en serio.
A los pocos minutos, apareció Roland y otros dos guardias, escoltando a Halazzi. La mirada del elfo seguía perdida y extraña, pero cuando se detuvo en el centro de la sala, los ojos azules se fijaron en los de Garbel Senatio y se quedaron ahí.
Garbel sonrió.
- Bienvenido a mi hogar.
El elfo no respondió. Llevaba el torso desnudo y el cabello mojado. Le había crecido mucho en aquellos años: los bucles se le ondulaban sobre los hombros y hasta la mitad de la espalda con un tono apagado, de otoño y niebla. Los pantalones de cuero estaban gastados y descoloridos. Le miró los brazos, el pecho, el vientre. Estaban prácticamente limpios de cicatrices.Una de las particularidades de Halazzi era su habilidad para evitar ser alcanzado. Cinco años en la Arena le habían vuelto aún más experto en el combate, pero apenas habían dejado marcas sobre su piel.
- ¿Quieres sentarte?
Garbel hizo un gesto hacia los cojines de la alfombra. Halazzi tardó en reaccionar: miró en esa dirección, luego le miró a él y no respondió. Tenía las manos y los pies encadenados, por lo que su movilidad era limitada, pero habría podido sentarse perfectamente. Si hubiera querido.
- Bueno. Tú mismo. – Garbel dio otro sorbo de vino y se acomodó más, observando a su silente invitado. – Te preguntarás por qué te he hecho venir… supongo. Aunque contigo nunca se sabe. La mayoría de las veces ni siquiera parece que estés aquí realmente.
Se encogió de hombros y luego prosiguió.
»Tengo que felicitarte. No sé si eres consciente de tus logros pero ya eres una estrella reconocida de la Arena. ¿Has escuchado cómo gritan tu nombre entre el público? ¿La manera en la que te anuncian? Halazzi siempre es el primer reclamo en los carteles, y aunque han pasado cinco años desde que comenzaste a pelear para mí, no has perdido ningún combate. Han venido importantes Señores de la Arena a ofrecerme altas sumas por ti, pero siempre me he negado.
Garbel hizo una pausa, mirando al elfo. ¿Le estaría escuchando verdaderamente?
»El público empieza a tenerte un cariño excesivo, ¿sabes? Mis corredores de apuestas me han dicho que la gente se pregunta qué hace alguien como tú peleando en la Arena. Que están hablando acerca de la espada de madera y de tu libertad. Todos saben que no te gusta luchar en la Arena, pero que aun así, lo haces mejor que nadie. Te han visto trabajar en equipo con tus compañeros, interponerte entre ellos y la muerte cuando las cosas se han puesto feas. Te han visto cometer heroicidades y estupideces, errores y aciertos. Y todos les han encantado. Lo bueno, lo malo. Maldita sea, les gustas. Y eso me llena los bolsillos, pero también me pone en aprietos, y últimamente ya empieza a ser complicado justificar esto. Cinco años es mucho tiempo. Pocos gladiadores duran tanto y con tanto éxito. ¿Cuántos estuviste tú en la cima, Roland?
Roland se removió, incómodo. Observó a Garbel, y después a Halazzi.
- Unos… unos tres, señor.
- Unos tres, ya ves. Después fue liberado y ahora trabaja para mí, es libre y tiene dinero propio– El tratante sonrió, dejando la copa sobre una mesita – No tengo muchas opciones. Si no te libero, tendré que venderte, o bien marcharme a seguir haciéndome rico contigo en otra arena.
Se quedó en silencio, mirándole. Al cabo de un rato, Halazzi ladeó el rostro, entrecerrando los ojos, azules y rasgados. Las cadenas tintinearon en sus muñecas. Y por fin, dejó oír su voz.
- ¿A dónde quieres llegar con todo esto? – pronunció, con un suave acento thalassiano pero expresándose en correcta lengua común.
Garbel Senatio esbozó media sonrisa y se inclinó hacia delante, algo entusiasmado.
- Te estoy dando la oportunidad de elegir. Seguir siendo lo que eres ahora o servirme como soldado, libre, y recibiendo tu paga. Aceptarme como señor tiene muchas ventajas, créeme. ¿No es cierto, Roland?
Roland sonrió y asintió con la cabeza, retorciéndose el bigote. Halazzi les miró a ambos, como si no comprendiera, y después su mirada se volvió extraña, amarga y virulenta. Suspiró, apartando la vista. Y se rió. Una risa agria y lenta, casi inaudible. Garbel Senatio se puso a la defensiva, tensando la mandíbula.
- ¿Qué es tan gracioso? – espetó.
- Yo nunca volveré a tener un señor – respondió el elfo, fijando de nuevo los ojos penetrantes y afilados en el tratante. Eran ojos de daga y de espada. Siempre le ponían nervioso. Luego, Halazzi agitó las cadenas de sus manos -. Te sirvo porque me obligas, pero no tienes mi lealtad. Y no la comprarás con dinero. Eso es peor que ser esclavo. Es prostituir el honor.
Garbel Senatio se tensó, iba a responder algo, pero fue Roland quien explotó, golpeando con la fusta violentamente al elfo en pleno rostro. Los cabellos ondearon al volver la cara por el impacto. Luego le cubrieron las mejillas, velando su semblante.
- ¡Cómo te atreves! – Roland estaba rojo de ira -. ¡Elfo altivo y desdeñoso! Mereces que…
- Basta, Roland.
Garbel Senatio se puso en pie y acercó el sello de lacre con el que cerraba sus cartas al fuego. “Él lo ha querido. No puedo dejarle libre, no puedo venderle… su orgullo le pierde. Y no voy a permitirlo. Le doblegaré”.
- Has elegido, pues. Roland, mañana comenzaremos con los preparativos. Nos vamos de aquí.
Hundió el sello en el hombro del elfo. La piel siseó. Halazzi apretó los dientes hasta que rechinaron, cerró los ojos con fuerza, se tensó y trató de contenerse, casi ahogándose. Pero no pudo. Finalmente su voz se rompió en un grito desgarrado, preñado de un dolor más intenso que el de una quemadura, más punzante que las garras del lince, más abrasador que el sol del desierto.
Mansión Lamarth’dan. Año 42 a.a.P.O.
El aviario de la Mansión Lamarth’dan era una suerte de patio circular con el techo acristalado en sus tres cuartas partes. Entre macetas flotantes y luces pálidas, las enormes jaulas de forja trabajada contenían en su interior todo tipo de aves. En las más pequeñas había diminutos pajarillos cantores: alondras, ruiseñores, pájaros azules y exóticos, aves del paraíso. En las más grandes, de barrotes plateados, dorados, rojos o negros, las aves de presa parecían esculturas hieráticas, extraños seres rígidos y silenciosos con el rostro oculto bajo las caperuzas o mirando fijamente a Bheril aquellos que no estaban encapuchados.
La luz del atardecer era un tenue halo rojizo sobre los plumajes y las jaulas metálicas. Más allá de la cristalera, el firmamento de Quel’thalas se pintaba con oro y pétalos de rosa entre nubes inmaculadas.
- ¿Estás nervioso? – le preguntó su padre.
Bheril negó con la cabeza, arqueando las cejas.
- No. Por ahora no. Quizá cuando les vea.
Beleth asintió y le puso la mano en el hombro. Ese gesto tenía la cualidad de convertir el suelo en un lugar todavía más sólido. Significaba que, si algo iba mal, su padre estaría ahí para consolarle, para acompañarle. Simplemente para caminar a su lado. Una oleada de afecto filial le sacudió el corazón y puso la mano sobre la de su progenitor, estrechándola con calidez.
- No te fuerces – dijo Beleth -. Solo sé tu mismo.
- ¿No hay ninguna fórmula protocolaria? – inquirió Bheril.
Su padre se rió con suavidad y le miró de reojo, con la mirada chispeante.
- Un poco tarde para preguntarlo, ¿no crees, jovencito? – Bheril puso cara de circunstancias y su seguridad vaciló un instante, pero Beleth negó con la cabeza – Nada, no la hay. Y si la hay yo no la conozco.
- ¿Me aconsejas algo en concreto?
- Que hables con el corazón.
Bheril asintió firmemente. Por eso estaba allí, al fin y al cabo.
Conocía a Iranion Lamarth’dan desde hacía dos décadas. Habían pasado juntos esos años que, entre su raza, se consideraban como el tiempo previo antes de ser reconocidos como adultos. Adultos con responsabilidades y peso en la sociedad. Durante un largo tiempo se habían preparado a conciencia en la Isla de Quel’danas para cumplir con sus deberes en el futuro al servicio de la Patria Thalassiana, y cuando se graduaron con honores en la Academia Hojalba, ambos lo hicieron primero y segundo de su promoción.
Después de graduarse, Bheril había sido llamado a las armas. Allí, para su sorpresa, entró a servir en el batallón Sin’belore, y dentro de la brigada que capitaneaba su propio padre. Le había impresionado hondamente. Jamás había visto a su padre en combate; tampoco al padre de Iranion ni a Gareth Vel’noerth, el otro cabecilla de Sin’belore. También era su primera vez en un ejército de verdad. Solo habían pasado un par de semanas desde que regresaran del frente contra los trols Amani y Bheril aún no había sido capaz de expresar con palabras lo que aquello suponía para él, el sentimiento de realización, de emoción intensa, de estar en el lugar exacto al que pertenecía. Siempre había sabido que era un militar, en su corazón. La experiencia en Sin’belore sólo lo confirmaba.
Lo único que le faltaba para ser un elfo completamente realizado era lo que estaba a punto de hacer aquella tarde.
- No voy a preguntarte si estás seguro de esto – dijo Beleth.
- No es necesario. Lo estoy.
Los pasos lejanos anunciaron la llegada de los dos elfos a quienes estaban esperando. Bheril sintió que el corazón le saltaba en el pecho y no disimuló la ancha sonrisa. Beleth le miró de reojo y apretó los dedos sobre su hombro.
- Es para toda la vida, hijo mío. Sabes que lo apruebo, y que te apoyo. Creo que es una decisión correcta y acertada, pero quiero cerciorarme de que eres consciente del todo.
Bheril aflojó la sonrisa y volvió a asentir con la cabeza.
- Lo sé. No la he tomado a la ligera. En realidad… es algo que empecé a pensar el segundo o tercer año en la isla. Luego lo dejé reposar, le di unas cuantas vueltas…
- Durante quince años, mas o menos… - acotó su padre, riendo entre dientes otra vez.
- Sí, algo así – añadió Bheril -. Soy consciente y es lo que quiero.
- Bien. Bien.
Beleth le miró en silencio. No necesitaba que dijera nada. Bheril sabía que su padre le amaba como sólo puede amar un padre, que estaba orgulloso de él y que le admiraba. Tanto como él amaba y admiraba a su padre, tanto como orgulloso estaba él de Beleth. No sabía si todos los hijos veían el mundo igual, si para todos su padre era algo así como un dios y un héroe a la vez, capaz de darle sentido a todo lo que sucedía en el universo, a la vida, a la muerte, a la justicia, capaz de velar por tus pasos y de hacer que nunca conocieras la soledad o el miedo.
- Te quiero mucho, papá.
Beleth Hojazul sonrió y le brillaron los ojos.
- Temía que ya fueras demasiado mayor para decir esa frase.
- ¿Alguna vez se es demasiado mayor para esto?
Beleth negó con la cabeza y no dijo nada más. Los pasos ya estaban cerca. Bheril tomó aire, cerrando los ojos un instante, y se dio la vuelta, al unísono con su padre, para saludar a Sahenion e Iranion Lamarth’dan.
Ambos llegaban vestidos de blanco, oro y carmesí, los colores de su casa. Beleth y Bheril llevaban los uniformes de los Hojazul: Plata, sable y azur, terciopelo y sencillez, y una hoja de roble ciñendo las capas. Iranion tenía la expresión regia y digna que Bheril conocía tan bien, aunque podía ver con claridad bajo los ojos rojizos, y ese porte seco y altivo le decía que la situación le pillaba por sorpresa, que no le esperaba y que Sahenion Lamarth’dan había sido escueto en explicaciones con su joven vástago.
Intercambiaron reverencias y Sahenion les recibió oficialmente.
- Bienvenidos, Beleth y Bheril Hojazul.
- Gracias – respondió su padre.
Iranion estaba mirándole fijamente, como si esperase una explicación. Bheril se la habría dado gustosamente, pero de pronto todo se había vuelto muy solemne y se sintió cohibido. Para colmo, Sahenion le hizo un gesto con la mano y se hizo a un lado, seguido por Beleth.
- Cuando queráis, joven.
Los dos elfos mayores se situaron detrás de Iranion, quien abrió más los párpados, como si de pronto comprendiera lo que estaba sucediendo. A Bheril se le desbocó el corazón y sintió la atención de todo el maldito universo fija sobre él. Sahenion y su padre le miraban. Los halcones le miraban. Iranion le miraba… y aunque tenía el pulso acelerado, no estaba nervioso. Era la emoción.
“Es para toda la vida”, le había dicho su padre. Belore, eso era lo que más deseaba en el mundo.
Para toda la vida.
Cuando se llevó la mano a la empuñadura y deslizó el sable fuera de la vaina, en su mente comenzaron a tejerse los recuerdos de la Isla, del tiempo que habían compartido. Los enfados de Iranion, los empujones cuando se le acercaba demasiado, el rostro crispado de ira cuando los demás le golpeaban con saña en los entrenamientos. La risa. ¿Cuándo fue la primera vez que le escuchó reír? Sí, fue en la playa… echó la cabeza hacia atrás y el sol brilló en sus ojos escarlata, en sus cabellos de plata hilada y espuma marina.
- Mi nombre es Bheril Hojazul – dijo, tras depositar la espada a los pies de Iranion e hincar la rodilla en tierra. No le tembló la voz, y aunque sonaba decidida, también algo apagada, íntima - , hijo de Beleth, hijo de Neldarion. Y he venido hasta aquí para poner mi espada a vuestros pies y juraros lealtad a vos, Iranion Lamarth’dan, hijo de Sahenion, hijo de Sertherion.
Sus brazos a su alrededor. Los primeros besos. La torpeza de todas las primeras veces, cuando sólo quería estar más cerca de él y todo era misterio y magia en la oscuridad. Tocarle y conocer quién era en realidad, cómo era en realidad, debajo del falso yeso con el que se cubría. Escuchar sus sueños, ver cómo le cambiaba el semblante cuando hablaba de poesía, de pintura, de belleza, de Belore, de Quel’thalas. La energía que ardía en su corazón, esa llama inspiradora y maravillosa que podía hacer que el mundo se moviera en la dirección que él escogiese. Siempre supo que Iranion estaba tocado por los Dioses, no necesitaba saber que era de la sangre de los Lamarth’dan para confirmarlo.
- Igual que mi padre dijo a vuestro padre, yo os digo a vos: durante el resto de mi vida, prometo servir a la causa de vuestra persona con honor y lealtad, con devota dedicación, consejo, apoyo y veracidad sin tacha.
Los encuentros fortuitos. La soledad compartida se que convirtió poco a poco en compañía, y después en complicidad… y luego en algo más. En algo sólido y cálido como un hogar, en algo tan grande y delicado como el instante fugaz de un amanecer. Le enseñó a usar la espada, y él le enseñó a ver el mundo con una mirada sin límites, a ver la belleza como jamás la había contemplado.
- Prometo ser el báculo y la espada, la mano de vuestro brazo y las alas en vuestros pies, bálsamo si necesario, fuego que prenda los techos de vuestro enemigo, inamovible piedra sobre la que siempre podáis alzaros.
El mundo que Iranion veía, que Iranion soñaba, era demasiado hermoso como para no luchar por él. Y además, ¿A quién mejor servir que a aquél a quien se ama? Su padre siempre le había dicho que el servir comenzaba en el amor: un pueblo que ama a su Rey le servirá siempre bien, porque un Rey es el padre de su pueblo y el pueblo es su hijo.
- Prometo ser lo que permanece donde todo perece y lo inmutable a través del cambio, de las estaciones y de los años.
¿Cuánto tiempo había pasado? Dos décadas. Dos décadas desde que se encontraron y sus caminos se cruzaron para después unirse. Iranion jamás le había negado. Bheril estuvo a su lado en la Isla, pero Iranion le apoyó fuera de ella, sin volver el rostro nunca cuando se encontraban, presentándole como a un amigo o a un hermano en cada evento y en cada baile, en cada reunión y en cada cena. Ahora estaban más altos, eran menos niños y más adultos. Sus rostros se habían vuelto más viriles y sus cuerpos más curtidos, sus corazones eran más experimentados aun guardando el ardiente resplandor de la juventud. Pronto tendrían compromisos que cumplir. El ejército, el Reino de Quel’thalas, la perpetuación de las líneas de sangre de sus respectivas casas. Ambos se casarían, tendrían hijos…
- Y permanecer siempre a vuestro servicio hasta el fin de mis días … – Bheril hizo una pausa y arqueó un poco la ceja, permitiéndose un amago de sonrisa – si me aceptáis, claro.
Se hizo el silencio.
Iranion le miraba, con los ojos quebrados por una repentina humedad pero con el mismo porte digno e inaccesible, aunque había bajado la mirada para contemplarle.
“Para toda la vida”, se repitió Bheril. No importaba lo que ocurriese a partir de entonces. Si Iranion aceptaba, no importarían las largas campañas, los meses de ausencia, las obligaciones familiares. Estarían unidos por un vínculo intocable, el de la lealtad.
- Es un honor – la voz de Iranion Lamarth’dan se escuchó al fin. Suave, ligeramente trémula –. Si tú me has elegido, entonces yo acepto…
Parecía que fuese a decir algo más, pero cerró los labios repentinamente. Bheril creyó que iba a explotar de felicidad. Recogió la espada y la enfundó, haciendo una reverencia marcial.
- Soy testigo de este juramento – dijo Sahenion -. Y lo apruebo.
- Soy testigo de este juramento – repitió Beleth – ,y también lo apruebo.
Le había aceptado. Y sus padres lo habían aprobado. Belore, era lo que siempre había querido. Había encontrado aquello a lo que quería consagrarse, y acababa de hacerlo. Iranion no le quitaba los ojos de encima, como si no terminara de creerse lo que había sucedido.
- La cena estará lista en media hora – la voz de Sahenion Lamarth’dan parecía venir desde muy lejos – No saquéis los halcones si os quedáis aquí. Espero veros en la mesa puntuales.
- Claro, señor – respondió Bheril.
La mesa de los Lamarth’dan siempre estaba muy bien servida, y Bheril se sentía absolutamente pleno. Una buena comida sería el broche de oro. Cuando Beleth y Sahenion se marcharon, dejándoles a solas, Iranion aún seguía mirándole como si quisiera reprocharle algo o mandarle al infierno. Siempre se ponía así cuando algo le emocionaba, y el joven Hojazul estaba muy seguro de que su camarada le correspondía absolutamente en todo. Por eso no le afectaba su falta de capacidad para expresarse.
- Ahora eres mi señor – le dijo simplemente.
Algo cálido y espeso parecía fluctuar entre los dos. Lo sentía correr por sus venas, hormiguearle en las manos y en los labios.
- ¿Y qué cambia eso? – preguntó Iranion. Su voz sonó áspera, contenida.
Bheril negó con la cabeza. Extendió la mano y hundió los dedos entre los cabellos pálidos de su compañero. Le había echado de menos. Le añoraba como si las distancias fueran universos y el tiempo eternidades, pero ahora sabía que siempre volverían.
- Absolutamente nada.
“Es para siempre”